Campanas

Todavía en muchos pueblos las Iglesias tienen en sus torres grandes e imponentes campanas de bronce que diariamente interrumpen por instantes el silencio calmo del ambiente para avisar que algo va a acontecer.
Yo soy de provincia y no me olvido nunca de los tres toques de campana dados antes de la misa dominical. Toques dados con una precisión sorprendente: siempre de la misma forma, siempre con la misma intensidad, siempre en los mismos horarios. Recuerdo que de niño yo participaba de la misa a las nueve de la mañana y justo cuando estaba en la mitad del desayuno la voz de mi madre decía – “Apúrate que ya dieron el segundo”- Eso significaba que debía levantarme de la mesa y con la rapidez de un rayo, darme un baño de dos minutos, colocarme la ropa, los zapatos, pedir a mi padre el dinero para la limosna y volar para poder llegar antes de que el bueno del padre Horacio comenzara la misa.
Recuerdo que en invierno, cuando el río crecía, sonaban las campanas en la madrugada avisando a la gente que debían dirigirse a las zonas altas del pueblo para protegerse de la creciente. Era un espectáculo ver a todo mundo levantado a esa hora vigilando atentos las corrientes de agua y a ponderando si el peligro exigía o no trasladarse a un lugar más seguro. Esas campanas de mi pueblo salvaron muchas vidas, avisaron incontables veces del peligro de las aguas; ellas, las campanas, despertaron una y otra vez a quienes indefensos dormían y los motivaron a tomar una decisión a favor de la vida.
En los días de fiesta también sonaban las campanas. El pueblo estaba feliz, la gente contenta celebraba el triunfo de su equipo de fútbol, las señorinas de la Legión de María celebraban como un gran acontecimiento la llegada del obispo, en los colegios había fiesta el día de la independencia o de la batalla de Boyacá, todo mundo estrenaba ropa nueva en Navidad y se abrazaba feliz cuando llegaba el año nuevo. Las campanas acompañaban todos estos momentos de alegría y se confundían con el barullo alegre, con la música, los tambores y las voces de la gente disfrutando de su felicidad.
Cuando había un muerto en el pueblo lo sabíamos porque lloraban las campanas. Ese día el sonido era diferente. El pueblo estaba de luto y el ding dong dang tradicional se convertía en un lamento agudo y lastimero que convidaba al respeto, a la reflexión y al recogimiento. En esa época todos los muertos eran conocidos; quien no era familiar seguramente era amigo y las campanas invitaban a dar el último adiós y a llorar. La última campanada coincidía con el último poco de tierra que caía sobre el cajón de madera con el cual era enterrado el muerto
Hoy, después de tantos giros dados, vivo en una ciudad donde hay iglesias, donde existe un río y donde hay muertos todos los días. A veces muero de nostalgia porque ya no se escuchan las campanas. En algunas iglesias viejas aún existen y son de bronce pero ya no hablan, ya no gritan, ya no cantan, ya no lloran. Son apenas un monumento más que testimonia un pasado que se ha ido para siempre. Se quedaron mudas para siempre las campanas y mientras tanto nosotros, los que las amamos, quedamos expuestos a que una noche cualquiera nos sorprendan por la espalda los peligros.