De la acción robótica humana

A mi lado en un viaje hondo, mi vecina de banca en el autobús y bañada en años, juega como una adolescente perniciosa con el celular de marca que quizá, compró en una tienda digital de la ciudad. La observo desapaciblemente, casi distraído, como el que mira por la ventana un par de batracios recorriendo la cuadra. Como siempre no sé qué pensar. Mejor dicho, me prohíbo pensar. Y en estas lides soy muy disciplinado. La dama, voy a llamarla Andrea, está inspirada en su maquinita. Ni siquiera se percata que la máquina de cuatro llantas en la que los dos viajamos casi – y el casi no es una broma – atropella a una señora que cargaba un bebé en sus brazos. Seguramente el celular reemplazaba en estos instantes la televisión de casa y seguramente esta mujer ha leído muy pocos libros. La imagino entonces en casa frente al televisor, muy cómoda, viendo su telenovela favorita. La veo ir y venir tan rápido como le es posible, de la cocina al espacio físico que hace de sala de cine. El mundo nos ha acostumbrado a estas escenas robóticas, muy humanas y muy desgraciadas. Porque en cualquier lugar uno observa a un humano adicto consumiendo la marihuana del celular. ¡Qué idiotez! A nadie le sobra la vida ni el tiempo para consumir su sustancia en la inutilidad, en lo vacuo o lo nimio. Esta dejadez no vital le permite al poeta J.J. Junieles escribir “Felices los efímeros porque lo ignoran todo. No se enteran, menos se preguntan, por qué a veces en la mañana, después de anudar los cordones de nuestros zapatos, simplemente nos quedamos mirando el aire.” Hay tanto que apreciar en un viaje de auto, hay tanto en qué pensar, en disfrutar la soledad de nuestros propios pensamientos, que duele intuir el desprecio social por los acontecimientos del pensar. Puede ser una hipótesis comprobable en una fiesta o en una reunión de amigos, donde todos ocupan sus manos y ojos en las imágenes, los selfis y las tonterías que emite la red. Nadie conversa más de tres minutos y sí se hace, las ideas salen monosilábicas o fragmentadas, vomitadas en contra de la voluntad del cuerpo. Estoy seguro, que a la señora Andrea le llegó tarde esta nefasta moda de la maquinita y la sorprendió vulnerable porque llenaba su ocio con el magnetismo de la imagen televisiva y no con la imaginación de los libros. Siempre me tropiezo con la repetición de su alma en otros cuerpos jóvenes que sufren de la misma adicción celular. Es una plaga, mejor una pandemia. Y la mayoría de la gente no sabe cómo neutralizarla. ¡Lástima!
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