Asesinato atroz en el ferri

Por Álvaro Cotes Córdoba 

Tenía unos once años, cuando conocí por primera vez, a un ferri: un planchón de hierro con una cabina de dos pisos donde se ubicaban los pasajeros y el capitán de la embarcación.

Me sorprendió su rara estructura, porque estaba acostumbrado a ver desde la playa, a los enormes barcos que entraban y salían en el puerto de Santa Marta, mi ciudad natal.

Desde la amplia playa de arena blanca y la cual se extendía por toda la bahía hasta la reliquia del fuerte San Fernando, una especie de garita que fue usada en la época colonial para contrarrestar los ataques de los piratas del Caribe, contemplaba de noche y de día a los buques gigantes, cuando esperaban su turno para atracar en el puerto marítimo.

De manera que la estrafalaria embarcación que llamaban ferri me pareció muy ordinaria en comparación con los extraordinarios navíos que llegaban al puerto samario. Pero lo que en realidad me sorprendió más fue el ancho del río que aquella embarcación atravesaba. Nunca había visto de cerca al río Magdalena y menos en esa parte de su largo recorrido por el país. Me pareció como un mar, pero de color crema.

Después de un largo viaje de tres horas, en un bus repleto de pasajeros, con equipajes por todos lados, tanto por dentro como por fuera y hasta en su techo, nos bajamos de él para subirnos luego en el segundo piso del ferri, en el lugar donde los pasajeros iban a bordo.

 

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La experiencia todavía sigue siendo única e indescriptible, por la tensión y miedo que generaba cruzar aquel inmenso afluente caudaloso y con una fuerte corriente, y en un planchón que seguía viéndose viejo y oxidado, aunque pintado en la parte de la cabina y estancia de los viajeros.

En los momentos previos o antes de cruzar a la otra orilla, me entretuve viendo desde la barandilla del segundo nivel del transbordador, a las ramas de árboles, musgos reófilos y hasta colchones que pasaban sobre la superficie más rápido de lo que se movía el ferri.

El silencio era aterrador, a diferencia del bus en el cual viajamos ese día y en donde unas señoras estuvieron hablando más que unas cotorras. No recuerdo cuánto tiempo tardamos en franquear el ancho, profundo y rápido aluvión de agua dulce revuelta y sucia, con un toque de temeridad. Pero lo que vino después, cuando por fin arribamos al otro borde, nunca se me ha olvidado.

Un señor, de unos 35 años y quien aguardaba al filo de la rampa para descender, recibió en la cabeza un tremendo y sonoro golpetazo de parte de un esquizofrénico desconocido con un bate.

Fue un asesinato atroz, del cual no supe más nada ni qué sucedió después, pues mi madre me cargó de inmediato y me tapó los ojos, para que ni siquiera viera a la víctima cuando debimos pasar por un lado de ella, ya que había caído en toda la mitad de la rampa de acceso por donde subían y bajaban los vehículos que el ferri transportaba de una orilla a la otra sobre el río Magdalena.

 

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Incluso, hasta había olvidado el episodio, el cual la memoria me trajo hoy 28 de octubre de 2025, es decir, 54 años después, y no sé por qué ni para qué, desde el recóndito recuerdo dónde lo había escondido por tantos años.