Donde mandan las balas… la peligrosa coincidencia entre el voto y el control armado

El voto vigilado: cuando la política y el poder armado se cruzan

Por Juana de Arco

El mapa electoral del país revela un patrón inquietante: el Pacto Histórico obtiene sus mayores votaciones en regiones donde el Estado se ha retirado y el poder lo ejercen las armas. Zonas controladas por las disidencias de las FARC, el ELN y las llamadas “bacrim” muestran porcentajes de apoyo al petrismo que no se explican únicamente por afinidad ideológica o gestión de gobierno.

Más que un triunfo político, parece un síntoma de cómo la democracia se debilita cuando los criminales mandan más que las instituciones. En territorios donde el Ejército llega poco, la policía no patrulla y los alcaldes gobiernan de palabra, el voto deja de ser libre: se vuelve vigilado, condicionado, silencioso.

No se trata de señalar a un partido, sino de reconocer un hecho grave. Cuando los grupos ilegales controlan la movilidad, el orden público y hasta las reuniones comunitarias, también controlan el clima político. Y si ese clima favorece a un movimiento determinado, el resultado electoral no es producto de una ciudadanía deliberante, sino de una comunidad bajo presión.

El gobierno de Gustavo Petro, lejos de reducir ese riesgo, lo ha multiplicado. Su llamada “paz total” abrió canales de diálogo sin control territorial efectivo, lo que permitió a los grupos armados expandirse. Hoy, según los últimos informes de inteligencia, hay presencia de estructuras ilegales en más de 230 municipios. En muchos de ellos, los disidentes y el ELN regulan desde la economía local hasta las reuniones de campaña.

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Mientras tanto, el Ejecutivo parece mirar hacia otro lado. Petro insiste en que busca “una paz estable y duradera”, pero los hechos demuestran que el Estado se está replegando. En varias regiones, las elecciones se preparan bajo la sombra de los fusiles. Y cuando los fusiles son los que garantizan la tranquilidad de los comicios, el resultado ya no es democrático, sino condicionado.

Colombia está ante una encrucijada: o recupera su soberanía política sobre los territorios, o acepta que las urnas rurales seguirán siendo administradas por quienes controlan el miedo. En esas condiciones, hablar de “voto libre” es una ficción.

El país necesita una reacción institucional urgente: presencia militar y civil efectiva, vigilancia internacional y un compromiso firme de todos los partidos para no aprovecharse del silencio armado. Porque si algo demuestra la historia reciente, es que los grupos ilegales no entregan poder sin cobrarlo. Y el precio, esta vez, podría ser la libertad misma del voto.