Por: Carolina Restrepo Cañavera
Que el presidente de los Estados Unidos le diga al presidente de Colombia que es un “líder del narcotráfico” no es un exabrupto. Es una acusación internacional y una ruptura diplomática de primer orden.
Donald Trump habló desde el poder, no desde la provocación. Y cuando lo hace el presidente del país más influyente del hemisferio, cada palabra tiene peso jurídico, político y financiero.
Llamar “líder ilegal de drogas” a Gustavo Petro equivale a negarle legitimidad como interlocutor y a degradar a Colombia a la categoría de Estado sospechoso.
Durante décadas, Colombia fue el aliado estratégico de Washington en la lucha contra el narcotráfico. Hoy, bajo el discurso del “fin de la guerra contra las drogas”, se volvió el país que legaliza cultivos, desmonta la extradición, reduce la erradicación y negocia con quienes controlan el negocio.
Trump no inventó nada: puso en voz alta lo que ya se comenta en voz baja en todas las cancillerías.
El impacto será devastador. Estados Unidos no necesita romper relaciones para aislar a un gobierno; basta con cerrar la cooperación, suspender la asistencia y emitir una descalificación pública.
En diplomacia, eso equivale a una sanción.
Petro podrá victimizarse, indignarse o recurrir al libreto del “imperialismo”, pero el mensaje ya quedó grabado: el presidente de Estados Unidos lo considera parte del problema, no de la solución.
Y cuando lo dice la Casa Blanca, los organismos multilaterales, los bancos y los inversionistas escuchan.
Colombia no puede pagar el precio de la torpeza ideológica de un solo gobierno.
Pero cada vez que Petro se enfrenta con medio planeta, el país pierde credibilidad, inversión y respeto.
Y cuando el presidente de Estados Unidos te llama “líder del narcotráfico”, ya no hay diplomacia que lo borre, ni retórica que lo maquille.