La Mujer Tarántula

Por Álvaro Cotes Córdoba

La noche, como siempre, se sentía sofocante en San Martín, con el aire cargado de humedad y el canto de los grillos que irrumpía por entre un silencio inquietante. La luna, apenas una ranura en el cielo, proyectaba sombras largas sobre la calle ancha que conecta con el “parque de los difuntos vivos”, llamado así por la presencia múltiple y mayoritaria de adultos mayores.

Cuando ella apareció, la Mujer Tarántula, emergió de la oscuridad como si la misma penumbra se hubiera hecho carne, con su figura envuelta en un traje negro que parecía absorber la luz y unas telarañas blancas que danzaban sobre su piel, como hilos de un sueño prohibido. Su cuerpo, esculpido con curvas que desafiaban la razón, se movía con una gracia hipnótica, cada paso era un imán para los ojos que osaban mirarla. El rojo de su máscara, cubriendo la mitad de su rostro, solo acentuaba el misterio de sus ojos profundos, que brillaban como brasas en la penumbra.

Nacida en un mundo de lujos, hija de una familia adinerada que poseía fincas y joyas que deslumbraban, su vida había sido un reflejo de opulencia hasta que, a los 16 años, un giro inesperado lo cambió todo. Una mala inversión arruinó a sus padres, dejándolos en bancarrota, y con esfuerzo comenzaron a reconstruir su vida. Pero el destino fue cruel: un accidente aéreo se llevó a ambos cuando ella tenía apenas 18 años, dejándola sola en un mundo que ya no reconocía. Con el legado de su belleza —un don divino que ella misma abrazó como su arma— decidió forjar su propio camino, tejiendo una existencia entre las sombras.

Esa noche, don Eusebio, un tendero de lengua afilada, fue el primero en caer. Cerraba su tienda cuando la vio apoyada contra un árbol, el traje ajustado revelando cada línea de su figura, su postura relajada pero cargada de una promesa silenciosa. Ella no dijo nada; no hacía falta. Con un movimiento lento, levantó una mano enguantada, invitándolo a acercarse, y su voz, con un tono aterciopelado, se coló en su mente como un veneno dulce. “Ven, no temas”, le dijo, y don Eusebio, hechizado por la curva de sus caderas y el brillo de su piel, dejó caer la llave de su negocio y la siguió, atrapado en la telaraña invisible que ella tejía con cada mirada.

La Mujer Tarántula sabía bien su poder. Usaba su atractivo como una red, dejando que sus víctimas se enredaran en el deseo antes de actuar. Cuando estaban lo bastante cerca, sus manos ágiles tejían hilos de seda brillante, tan finos que parecían parte del aire, envolviéndolos sin que lo notaran. Los llevaba a su cueva, la mansión lujosa que heredó de sus padres fallecidos, donde los mantenía suspendidos, conscientes pero inmóviles, mientras sus palabras desarmaban sus almas, arrancándoles secretos que ni ellos recordaban.

Pero no los mataba. En lugar de eso, los liberaba, dejando que regresaran a sus vidas como zombis conscientes, caminando entre las calles de San Martín con miradas perdidas, distraídos por el eco constante de las experiencias vividas con ella, un recuerdo que los consumía en silencio. Solo entonces, satisfecha, los dejaba ir, tejiendo su red para la próxima presa, con la certeza de que su belleza y su pasado la convertían en algo más que humana, en La Mujer Tarántula.

Así fue entonces como empezó a tejerse, no la leyenda, porque su historia no combina hechos reales con elementos fantásticos o míticos y tampoco ha sido transmitida de generación en generación, por el contrario, es mortal como todos en este mundo y su existencia apenas la comienzo a revelar en esta novela, la número doce de mi desconocido repertorio literario, parecido a un alfiler en medio de un planeta lleno de paja.