Por Álvaro Cotes Córdoba
En Guachaca, un corregimiento cercano del distrito turístico e histórico de Santa Marta, el bus interdepartamental de placas ISB 476 con 44 estudiantes y cinco profesores universitarios, se detuvo por un momento para que sus ocupantes desayunaran con los alimentos típicos de la región.
Como no se detuvieron en la capital samaria sino que siguieron de largo y como ya iban siendo las 7:00 de la mañana, además, había hambre física, se estacionaron en frente del primer asadero de arepas de queso y maíz que encontraron a un lado de la carretera.
A los cinco minutos, el ventorrillo quedó sin uno de sus productos a la venta, por lo que la humilde mujer robusta que los atendió con el tradicional buen humor de la gente costeña, tuvo que pedirle ayuda a las dueñas de otros dos ventorrillos aledaños.
Sin embargo, no todos los estudiantes consumieron las calientes y deliciosas arepas asadas, pues algunos comieron otros fritos de venta allí, rellenos de carne y pollo, que acompañaron con unos refrescantes y nutritivos jugos de naranja o agua de maíz.
Los rayos del Sol empezaban a filtrarse por los espacios que dejaban las espesas montañas verdes derivadas de la majestuosa Sierra Nevada de Santa Marta, muy próxima a ese poblado antiguamente aborigen, pero que por ese entonces era un refugio indiscriminado de colonos y paramilitares de todas las partes del país.
Así mismo, los haces de luz solar destellaban en la carretera de asfalto, la cual se veía a esa hora como un espejo largo, blanco y brillante. Los sonidos de la Sierra, por su parte, eran eclipsados por los ruidos de los vehículos, camiones, buses y tractocamiones, que pasaban raudos por la carretera Troncal del Caribe y no pernoctaban para nada en ese corregimiento.
Bertha Restrepo y Martha Echeverry, dos tiernas y bellas adolescentes, las cuales hacían parte del grupo de excursionistas universitarios, en lugar de quedarse a consumir fritos en el ventorrillo como todos sus demás compañeros, se dirigieron directo hasta un establecimiento comercial situado en el inicio de aquel caserío al pie de la carretera.
Se interesaron más en unas mantas, mochilas y collares coloridos, los cuales avistaron desde la ventanilla del autobús antes de que se detuvieran allí. Ambas, pese a venir de una ciudad grande y llena de todos los perjuicios del mundo, aún conservaban la ingenuidad de las niñas consentidas que todavía desconocen lo que es la realidad de Colombia en sus sectores rurales.
Dentro del pequeño almacén, tres hombres, mayores que ellas, con edades que oscilaban entre los 26 y 30 años, llamaron su atención. Y más de uno de ellos, el que llevaba atravesado al tórax un cinturón canana con más de una docena de cartuchos salmones sin usar y con una escopeta colgada a uno de sus hombros.
Era el más joven de los tres y el más simpático. Tenía unos cabellos dorados y en su rostro se le notaba un encanto angelical: parecía un actor de cine. Sin duda, no era de aquellos lares, pero evidentemente vivía por allí. Martha fue más arribista: esperó que él la mirara a los ojos para hacerle ver que ella estaba interesada. Apenas lo hizo, le sonrió y espabiló dos veces de seguido. Sin embargo, el atractivo galán armado hasta las cachas ni siquiera se inmutó, por el contrario, demostró no estar interesado en la invitación amorosa de aquella bella desconocida y siguió haciendo lo que estaba realizando en esos momentos: chatear en su celular.
Los otros dos hombres, en cambio, no paraban de observar a las dos adolescentes extrañas con la intención morbosa similar a la de cualquier par de malhechores queriéndose asegurar la comisión de un delito sexual contra ellas. Ya lo habían hecho en diversas ocasiones y circunstancias dentro de sus incursiones violentas por los pueblos indefensos y sometidos por el miedo y el terror, por lo que no representaba una fantasía para ellos.
Por el contrario, se había vuelto una costumbre o ya era un hábito en ellos, tanto, que se les había convertido en una enfermedad. De modo que, toparse con dos jóvenes tiernas aparentemente vírgenes y para colmo en sus territorios, era para ellos como un regalo divino que no podían desaprovechar por nada en el mundo.
No obstante, Bertha Restrepo, aunque supuestamente era más tímida e ingenua que Martha, se dio cuenta de que algo no encajaba bien en aquellos hombres. No por la forma morbosa como las miraban los dos desconocidos y la indiferencia del tercero con una cara de ángel, sino por el armamento que enseñaban por esos instantes. No eran policías ni guerrilleros, además, se preguntaba: ¿Por qué estaban dentro de la tienda, como ocultándose de la gente?
Por eso devolvió los collares de colores que había cogido hacía unos segundos, colocándolos de nuevo en el mostrador de aquel pequeño almacén y sujetó después en el brazo a su amiga, al tiempo que le manifestaba que mejor se regresaban al autobús. No obstante, Martha se negó e insistió en que ella no había preguntado aún los precios de las mochilas tejidas con las que seguía encantada.
Bertha, con el corazón acelerado, tiró con más fuerza del brazo de Martha, diciéndole con urgencia: «Algo no está bien, vámonos ya». Pero Martha, cegada por su fascinación por las mochilas y su coqueteo con el joven armado, se soltó con un gesto impaciente.
«Solo un momento, no seas paranoica», respondió, sin notar cómo los dos hombres de mirada turbia se acercaban lentamente, bloqueando la salida del pequeño almacén.
El joven de rostro angelical, que hasta ese momento parecía absorto en su celular, levantó la vista. Sus ojos, fríos como el hielo, se encontraron con los de Bertha. Por un instante, ella sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, como si hubiera visto algo inhumano en esa mirada. Él no dijo nada, pero con un movimiento sutil, cerró la puerta de la tienda con un candado, atrapándolas dentro.
El ambiente se volvió denso, el aire cargado de una amenaza silenciosa. Los sonidos de la Sierra, que seguían oyéndose lejanos, ahora parecían gritar en los oídos de Bertha: el canto de los pájaros, el rugido distante de un río, el zumbido del viento entre los árboles, todo parecía advertirle que no había escapatoria.
Martha, ajena al peligro, seguía regateando con la dependienta, una mujer mayor que, con una expresión de terror contenida, evitaba mirar a los hombres. De repente, uno de los individuos mayores, con una sonrisa torcida, se acercó a Martha y le puso una mano en el hombro. «Bonita, ¿por qué tanta prisa? Quédate un rato con nosotros», dijo con una voz que destilaba malicia.
Bertha, paralizada por el miedo, intentó gritar, pero su voz se ahogó en la garganta. Fue entonces cuando el joven cara bonita, con una calma escalofriante, se acercó y habló por primera vez: «Déjenlas. No son de aquí. No vale la pena».
Por un momento, pareció que sus palabras detendrían a los otros dos. Pero la tensión estalló cuando el hombre que sujetaba a Martha soltó una carcajada y, sin previo aviso, la empujó contra el mostrador, haciendo caer una pila de collares al suelo. Bertha, reaccionando por instinto, se lanzó hacia su amiga, pero el segundo hombre la interceptó, sujetándola con fuerza. La dependienta, temblando, retrocedió hasta la pared, expresando súplicas inaudibles.
En un acto desesperado, Bertha logró liberar un brazo y golpeó al hombre en la cara. El caos estalló. El joven cara de ángel, con una expresión de fastidio, levantó su escopeta y disparó al techo, haciendo que todos se congelaran. «¡Basta!», gritó, pero su voz no tenía autoridad, solo cansancio.
En ese instante, los sonidos de la Sierra fueron silenciados por un estruendo mucho más cercano: el motor del autobús, que arrancaba sin ellas.
Martha, con lágrimas en los ojos, suplicó: «Por favor, déjennos ir». Pero los dos hombres, ignorando al joven, comenzaron a arrastrarlas hacia una puerta trasera que conducía a un patio con habitaciones. Bertha, en un último intento por salvarse, gritó con todas sus fuerzas, esperando que alguien del grupo de excursionistas la oyera. Pero el autobús ya iba andando, y los sonidos de la Sierra, indiferentes, seguían su curso.
Lo que ninguna de las dos sabía era que el joven de rostro angelical no era un simple paramilitar. Era un desertor, alguien que había intentado escapar de esa vida de violencia, pero que seguía atrapado por lealtades y miedos.
En un instante de lucidez, mientras los hombres arrastraban a las chicas hacia el patio con habitaciones, él levantó su escopeta una vez más. Pero esta vez, no disparó al aire. Con un movimiento rápido, apuntó a sus compañeros y disparó dos veces, derribándolos al instante.
La sangre salpicó el suelo del almacén, y la dependienta soltó un alarido que resonó en la Sierra. Bertha y Martha, temblando, se abrazaron, pensando que estaban a salvo. Pero el joven, con el rostro desencajado, las miró con una tristeza infinita:
«No lo entienden», comentó, mientras lágrimas corrían por sus mejillas. «No hay salida para mí». Y antes de que pudieran reaccionar, se llevó la escopeta a la boca y apretó el gatillo. El eco del disparo se mezcló con los sonidos de la Sierra, como un lamento final.
Las dos chicas, traumatizadas, lograron escapar y corrieron hacia la carretera, donde el autobús, alertado por un comerciante que había estado pendiente del curso de los acontecimientos desde que vio a las dos chicas entrar en aquel almacén, se detuvo.
Pero el daño estaba hecho. Nunca volvieron a ser las mismas. La ingenuidad que las había llevado a esa tienda se desvaneció, reemplazada por un dolor que las acompañaría por siempre.
La Sierra, con su belleza imponente, se les convirtió en un recuerdo cruel y a la vez les dio un consejo sobre lo frágil que es la vida y de cómo, en un instante, la inocencia puede ser arrancada por la violencia que acecha en las regiones olvidadas del país y en donde nadie se explica por qué el Estado no tiene autoridad a pesar de que hace presencia, dejando a habitantes, colonos y ancestrales, a merced de los criminales que se apropian de las tierras y de las vidas y para acabar de rematar se auto proclaman como si fueran los herederos de unos supuestos conquistadores que conquistaron lo que ya había sido conquistado por unas tribus pacíficas milenios atrás.