Por: Wilson Ruiz
Mientras los funcionarios del INPEC caen bajo las balas del crimen y las amenazas de las mafias, el Gobierno responde con silencio, discursos vacíos y una peligrosa indiferencia. No es una exageración, lo que ocurre es una ofensiva directa contra el Estado social de derecho, dirigida desde las mismas cárceles donde los criminales siguen mandando. Los guardianes, símbolo de autoridad en medio del caos, están pagando con su vida la ausencia de una política penitenciaria sería.
Cada dragoneante asesinado es una derrota del Estado. Cada atentado confirma que el crimen organizado tiene más poder que las instituciones. Y mientras los titulares repiten la tragedia de otro funcionario emboscado, el Gobierno improvisa comunicados que no dicen nada, medidas que no llegan a tiempo y promesas que no se cumplen. Esa pasividad no es solo negligencia: es complicidad.
Como exministro de Justicia, conozco de cerca el drama penitenciario del país. He visto el hacinamiento, las mafias internas, la falta de presupuesto y el olvido político. Pero nada justifica que quienes sostienen el sistema con su vida sean abandonados. Los guardianes no solo custodian a los privados de la libertad; sostienen el orden, garantizan la seguridad y representan el rostro del Estado en los lugares más hostiles de la nación. Sin ellos, el sistema se derrumba.
Hoy el INPEC está fracturado. Sus funcionarios trabajan bajo amenazas diarias, sin respaldo institucional, con bajos salarios y una carga laboral inhumana. Cumplen tareas de custodia, traslado, control, mediación y logística, pero son tratados como piezas desechables. Es la muestra más cruel de un Estado que exige lealtad pero niega protección.
No puede hablarse de resocialización cuando el sistema carcelario se ha convertido en un campo de guerra. En muchas cárceles, el poder lo tienen los reclusos, no la autoridad. Desde los patios se ordenan secuestros, extorsiones y homicidios, mientras los guardianes, sin recursos ni inteligencia operativa, intentan contener un monstruo que el propio Estado alimentó con años de negligencia.
La respuesta oficial ha sido tan insuficiente como predecible, un “plan de choque” cada vez que asesinan a un funcionario, recompensas que nunca prosperan e investigaciones que se pierden en la maraña burocrática. No se trata de reaccionar, sino de actuar con decisión. El país necesita una política penitenciaria integral, con liderazgo, recursos y propósito. Proteger al INPEC no es un favor político: es un deber constitucional.
Urge una reforma de fondo. Primero, un sistema de protección permanente para los funcionarios en riesgo y sus familias, coordinado con la Unidad Nacional de Protección. Segundo, un programa nacional de formación que fortalezca la capacidad técnica, operativa y humana del cuerpo de custodia. Y tercero, una verdadera dignificación laboral: salarios acordes al riesgo, acompañamiento psicológico y reconocimiento público a su labor.
Nada de esto será posible mientras el Estado siga viendo las cárceles como basureros humanos y no como escenarios de justicia. Es hora de modernizar la infraestructura, fortalecer la inteligencia penitenciaria, depurar la corrupción interna y recuperar el control institucional. De eso depende la autoridad del Estado.
Proteger al INPEC es proteger la soberanía. Porque cuando el Estado no puede garantizar la vida de quienes hacen cumplir la ley, deja de tener legitimidad. Cada dragoneante asesinado es una advertencia: el poder real ya no está en el Gobierno, sino en los criminales que operan desde las prisiones.
El silencio oficial frente a esta tragedia institucional es inaceptable. Los funcionarios del INPEC no son cifras ni titulares fugaces, son los cimientos de la justicia. Abandonarlos es permitir que el miedo gobierne. Y si el Estado no reacciona con decisión, lo que se derrumbará no será solo el sistema penitenciario: será la autoridad misma en Colombia.