Por: Walter Pimienta
La pelota voló en curva descendente y entró por una de las ventanas del tercer piso. El gordo David dio esa tarde un gran palo. La sacó de jonrón.
No hubo alegría entre sus compañeros de equipo por aquel logro. Más bien una asustada alarma general y advertencias como estas:
-Ñerda, “Gordo”. Partiste el vidrio de la ventana de don Samuel.
-Vete, antes que venga la señora que vive ahí.
-Llamarán a la policía.
-¡Corramos todos!
Y la cancha quedó sola e ilegitima de niños que hacía apenas unos segundos, allí jugaban al beisbol.
David también se escabulló pero temía que alguno de los chicos del equipo rival, lo delatara.
La pelota, partiendo el vidrio, se coló limpiamente por la ventanita y cayó en la cama de Luzzie Sams, la hija del señor Samuel y doña Sara Goodrum, la gringa del Barrio Abajo. Luzzie tenía 12 años y estudiaba la primaria en la cercana escuela anexa del Colegio Americano.
La tarde del desafortunado hecho, los dueños del apartamento afectado en uno de sus ventanas, no estaban.
David, de la misma edad que Luzzie, nunca había pegado un jonrón. Le daba de hit y corría bien las bases…pero esta vez sí fue, pero su proeza le preocupaba. Se imaginaba lo peor.
Tres días después.
-Debo ir por la pelota. Es mía. Me la regaló mi papá. Le costó $ 10.000 y al no vérmela, seguro me va a preguntar por ella… Y me regañará…¿Será que le digo lo que pasó? ¿O voy a buscarla y pido disculpas a don Samuel y a “la Gringa”? ¿Pero cómo hago con lo del vidrio? Ya averigüé en la vidriería de don Rafa y me dijo que más o menos costaba $ 12.000, dependiendo del tamaño…y yo de dónde saco esa plata- se decía intranquilo David.
Los compañeros del equipo de David, desde esa tarde, no aparecieron más y lo dejaron solo viviendo su angustia.
En varias ocasiones, David, luego de regresar de la escuela pública, donde adelantaba el cuarto año de primaria, se paró delante del edificio donde quedaba el apartamento de don Samuel y “la Gringa”. Alzaba la vista, miraba hacia la ventana sin vidrio y quiso ir al CAI del policía más inmediato que quedaba en el parque y entregarse. Le daba pena con el vecindario y se lamentaba porque esa vez, el no quería jugar. Iba a pasar la tarde dándole de comer y de beber a un par de periquitos australianos que tenía. Los pondría un ratico al sol. Los bañaría rociándoles agua con la boca. Les pondría flores que les gustaba picar. Les limpiaría la lata que haciendo de piso en la jaula, estaba sucia de “popó” pegado…Pero vino Luis y, diciéndole, trae la bola, lo sacó de su casa; pero antes pidió a su mamá permiso para ir a jugar diciéndole que ya había hecho la tarea de matemáticas.
Era agosto con unos días soleados y algo ventoso como para volar cometas y pegar un jonrón.
El papá de David, soñaba viendo a su hijo en las Grandes Ligas y siempre hablaba de esto… de cómo se defendía en el jardín central y, yendo de vez en cuando a las prácticas, le explicaba cómo darle de jonrón…
David dudaba entre ir a buscar la pelota pidiendo disculpas o guardar silencio por lo que optaría por esto último, de lo que se valió Luis, su compañero de equipo, diciéndole que como “la Gringa” era terrible, lo mejor era le rezara a San José, el santo del silencio, a fin de que ninguno de los conocedores “del delito”, dijera una palabra. Pues su mamá (la de Luis), asidua lectora de los Evangelios, decía que rezando con fe y amor al santo, el silencio de las cosas malas, si había arrepentimiento, ocurría.
David no dejaba de pensar en su pelota y en lo que le diría su papá si se enteraba de todo. No confiaba en los del otro equipo porque hasta el momento de dar él su jonrón, estos iban perdiendo 6 carreras a 3.
…Y recordaba el agite y los estímulos de Luis y de “Juan la Tortuga” (porque corría poco), diciéndole en su turno al bate:
-¡Vamos Porky, tu puedes! ¡Sácala de Jonrón! Y el ya conocido coro de acicate;
-¡Porky! ¡Porky! ¡Porky! ¡Porky! Por lo de gordo.
David cuidaba con desvelo su pelota de beisbol. Nunca la había perdido. Era su regalo de cumpleaños cuando llegó a los diez, junto con la gorra y el suéter.
Pero una mañana de domingo, David tomó las escaleras del edificio donde vivía “la Gringa”. No lo pensaría más. El chisme podía filtrarse…Las paredes tienen oídos. El miedo se apoderó de él. Le temblaban las piernas…pero subía.
Respiró profundo en el segundo piso.
David supuso que don Samuel y “la Gringa”, tenían su pelota y que en algún momento su dueño aparecería y le cobrarían el vidrio roto de la ventana. Y volvió acordarse de lo que aquella tarde:
-¡Vamos Porky, tú puedes! ¡Sácala de Jonrón!
-¡Porky! ¡Porky! ¡Porky! ¡Porky!
Estaba ahora en el tercer piso, apartamento No 12, frente a la puerta.
Tocó.
Tac, tac tac.
El corazón se le quería salir.
De nuevo.
Tac, tac tac.
David permanecía inmóvil, quería borrar de su cabeza lo de:
-¡Vamos Porky, tú puedes! ¡Sácala de Jonrón!
-¡Porky! ¡Porky! ¡Porky! ¡Porky!
David quiso gritar.
-¡Doña Sara, soy yo, David.
Ella, doña Sara, lo conocía.
Le abrió Luzzie
-Sabía que algún día vendrías por tu pelota. Mi padre ya puso el vidrio ayer-le dijo.
Luzzie tenía los ojos verdes, como los de su mamá. Lucía un peinado tipo hongo. Vestía de overol.
David, bajó la cabeza.
-Espérame aquí. ya vengo- le pidió.
Regresó Luzzie, traía algo en la mano y le dijo:
-Esta es tu pelota. Tómala. Tus amigos nos dijeron que fuiste tú quien partió el vidrio. Mi papá ya lo puso ahorita. Me guastaría ser tu amiga.
Nunca más se separan. David y Luzzie crecieron y se casaron y él, contándome esto, no deja de recordar lo de:
-¡Vamos Porky, tú puedes! ¡Sácala de Jonrón!
-¡Porky! ¡Porky! ¡Porky! ¡Porky!