
JAIME VÉLEZ GUERRERO
La inauguración de la delegación de Interpol en Barranquilla, celebrada en el Cubo de Cristal (Plaza de la Paz), fue el levantamiento del telón de una obra teatral: un espectáculo de discursos y promesas que entretuvo momentáneamente a la población y que se desvanecerá como escenografía vacía si no se traduce en un plan general y vinculante con las instituciones del Estado encargadas de enfrentar el fenómeno criminal. Se afirmó que esta organización contribuirá a desarticular, e incluso extirpar, las asociaciones ilícitas que operan en el Caribe colombiano bajo el amparo de redes internacionales, pero sin articulación real no será más que un decorado brillante sobre un escenario oscuro, donde el crimen sigue siendo el verdadero protagonista.
La agencia policial internacional, en su calidad de organismo de cooperación transnacional, carece de competencia directa sobre los hechos ilícitos que más afectan a la ciudadanía barranquillera. Entre ellos se encuentran: hurto calificado, extorsión sistemática, homicidio agravado, porte ilegal de armas de fuego, tráfico, fabricación o porte de estupefacientes, estafa, así como la invasión de tierras o edificaciones. Ninguna de estas prácticas delictivas forma parte de su intervención habitual, salvo que estén vinculadas a estructuras criminales con alcance transfronterizo.
En la ciudad se ha instalado la idea de que la apertura de una oficina de Interpol bastaría para consolidar una política de seguridad efectiva y reducir las cifras de criminalidad. Aun así, sin un proyecto estratégico de carácter nacional, articulado con las entidades competentes en el ámbito judicial como la Fiscalía, el Inpec, los jueces e investigadores, la presencia del organismo internacional se convierte en un gesto formal, sin posibilidad real de transformación.
Asimismo, la organización no interviene en delitos contra la administración pública, los cuales constituyen el núcleo estructural de la crisis. La deshonestidad administrativa y el desvío de recursos estatales no forman parte de su mandato operativo, pese a que son precisamente estas conductas las que obstaculizan la inversión social, la infraestructura comunitaria y el orden jurídico.
Es inaplazable que el legislador asuma su responsabilidad histórica y promueva reformas profundas que aseguren procesos expeditos, libres de dilaciones indebidas y despojados de ritualismos excesivos que hoy vulneran la legitimidad del sistema judicial. No olvidemos que la impunidad se alimenta también de la lentitud procesal y del formalismo exacerbado.
En estas circunstancias, se torna pertinente y necesario plantear la abolición de la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, la Corte Suprema de Justicia y la Procuraduría General de la Nación, las cuales se han transformado en aparatos hipertrofiados de burocracia que terminan normalizando la ausencia de castigo y, de manera velada, propician la desestabilización estatal.
Por último, ninguna directriz de protección de la población será jurídicamente fundada ni sostenible si excluye a las veedurías sociales. Su participación no puede reducirse a la simple observación, sino que debe reconocerse como instancia especializada de control ciudadano, con capacidad para emitir diagnósticos, activar alertas tempranas y formular propuestas.