La pareja que pasó su luna de miel en Nueva Venecia para probarle al Universo cuánto se amaban

Por Álvaro Cotes Córdoba

En el tejido del espacio-tiempo, donde las probabilidades colapsan en instantes de certeza, Betsy y Simón, recién casados, eligieron Nueva Venecia, el corregimiento palafito de la Ciénaga Grande de Santa Marta, como el escenario de su luna de miel. No fue una decisión convencional. Betsy, obsesionada con la superposición de estados, veía en las casas flotantes un reflejo de su amor: frágil, suspendido, pero anclado en la voluntad de existir. Simón, un poeta que creía que las palabras podían alterar la realidad, soñaba con escribir versos en un lugar donde el agua y el cielo se fundían en un horizonte imperceptible.

Llegaron en una lancha destartalada, surcando las aguas turbias de la Ciénaga. El sol ardía, y el aire olía a sal, manglar y aventura misteriosa. Nueva Venecia, con sus casas de madera pintadas de colores vivos, parecía un espejismo flotante. Los habitantes, pescadores curtidos por el sol, los recibieron con una mezcla de curiosidad y hospitalidad. La pareja se instaló en una cabaña prestada por Doña Rosa, una anciana que aseguraba haber visto sirenas en noches de luna llena. La cabaña, sostenida por pilotes sobre el agua, crujía con cada brisa, como si el universo mismo dudara de su estabilidad.

Al caer la noche, el romanticismo se enfrentó a su primera prueba: los mosquitos. Nubes de insectos zumbaban como un coro caótico, invadiendo la cabaña a pesar del mosquitero raído. Betsy, en un arranque de pragmatismo, intentó calcular la probabilidad de que un mosquito atravesara el velo protector, murmurando ecuaciones mientras Simón, con su cuaderno en mano, comparaba el zumbido con un verso de Neruda distorsionado por el viento.

—Amor, esto es como el principio de incertidumbre —dijo Betsy, riendo, mientras se rascaba una picadura—. No sabemos dónde están ni cuándo atacarán, pero están en todas partes.

Simón, con un brillo travieso, respondió:
—Entonces, dejemos que el universo decida. Si nos pican, es porque el amor necesita marcas.

Esa noche, bajo la luz titilante de una lámpara de queroseno, hicieron el amor con torpeza, entre risas y palmadas al aire, mientras los mosquitos danzaban en una superposición de hambre y audacia. En ese realismo, cada picadura era una elección del cosmos, un evento que colapsaba en su piel, pero también en su memoria compartida.

El segundo día, decidieron explorar la Ciénaga en una canoa prestada. Las aguas, oscuras y densas, reflejaban el cielo como un espejo empañado. Betsy, fascinada por la entropía del paisaje, hablaba de cómo el manglar era un sistema al borde del caos, un equilibrio frágil entre la vida y la descomposición. Simón, en cambio, veía poesía en las garzas que alzaban el vuelo y en los niños que jugaban entre los pilotes, ajenos a las penurias del lugar.

Pero la Ciénaga no era solo pobreza. Una tormenta repentina los sorprendió, y la canoa comenzó a llenarse de agua. Simón remaba con furia, mientras Betsy achicaba con un balde oxidado. El viento ululaba, y las olas golpeaban como si el universo probara la resistencia de su amor. En un momento de pánico, Betsy gritó:

—¡Simón, esto es un experimento! ¡El cosmos nos está midiendo!

Y él, empapado, respondió con una sonrisa:
—Entonces, que nos encuentre inseparables.

Lograron llegar a una orilla, exhaustos pero riendo. En Nueva Venecia, la tormenta no era solo un evento meteorológico, sino un estado superpuesto de peligro y salvación, resuelto por su decisión de aferrarse el uno al otro.

Los días siguientes trajeron más retos: el calor sofocante, la falta de agua potable, las noches sin electricidad. Pero también trajeron momentos de magia. Una noche, mientras pescaban con los lugareños, Betsy y Simón vieron cómo la Ciénaga se iluminaba con bioluminiscencia, un destello que parecía responder a sus caricias en el agua. Simón escribió un poema en su cuaderno, comparando los destellos con las partículas que se entrelazan en el vacío. Betsy, conmovida, le susurró que su amor era como esas partículas: distante en ocasiones, pero eternamente conectados.

En Nueva Venecia, donde la pobreza y la belleza coexistían en un delicado equilibrio, Betsy y Simón aprendieron que el amor no era un estado fijo, sino un proceso en constante colapso y recreación. Cada mosquito, cada viento, cada mirada compartida era una medición del universo, un instante en que elegían estar juntos.

Al final, mientras regresaban en la lancha que los llevó hasta ese recóndito lugar y al cual ninguna otra pareja escogería nunca para pasar su luna de miel, Betsy apoyó la cabeza en el hombro de Simón.

—¿Crees que el universo aprobó nuestro experimento? —preguntó.

Simón, mirando el horizonte donde la Ciénaga se fundía con el cielo, respondió:
—El universo no aprueba ni desaprueba, amor. Solo observa. Pero nosotros, nosotros elegimos amarnos en cada colapso.

Y en ese momento, en el vaivén de las aguas y las probabilidades, su amor se convirtió en una certeza absoluta, un estado final en el tejido de un realismo nuevo que casi nadie percibe, pero que es real y existe para siempre.

Fin