La condena contra 12 militares por el asesinato de más de 120 civiles marca un precedente en la Jurisdicción Especial para la Paz, pero advierte que el sistema de impunidad que permitió los falsos positivos sigue vigente en la política y las Fuerzas Armadas.
La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) emitió una sentencia calificada como histórica: 12 militares fueron condenados por su responsabilidad en el asesinato de más de 120 civiles que fueron presentados como guerrilleros muertos en combate. El fallo, que en cualquier país con memoria digna sería un punto de inflexión, en Colombia se convierte en un recordatorio de que la maquinaria de los falsos positivos no ha sido desmontada por completo.
Los falsos positivos no fueron obra de “manzanas podridas”, sino de un sistema de incentivos corrupto: ascensos, condecoraciones, licencias, viáticos y hasta almuerzos con altos mandos militares. Un catálogo de beneficios cimentado en la sangre de campesinos pobres, con la complicidad de un aparato político-militar que hasta hoy minimiza o justifica lo ocurrido.
El mecanismo fue tan sencillo como brutal: los comandantes exigían resultados, esos resultados se traducían en “cuerpos”, y las víctimas eran reclutadas en barrios marginales para luego ser asesinadas y disfrazadas con fusiles o uniformes. No fue un caso aislado, sino un modelo de impunidad institucionalizada.
La condena de la JEP señala que se trató de un crimen de Estado, sostenido por una lógica de extrema derecha que aún se atreve a hablar de “errores individuales”. Mientras tanto, partidos y dirigentes han defendido este sistema bajo la bandera de la “mano dura”, perpetuando la idea de que contar muertos es sinónimo de victoria.
Cada víctima representa no solo un homicidio, sino la demolición de la confianza entre ciudadanos y Estado. Las madres de los jóvenes asesinados llevan dos décadas marchando con fotos colgadas en el pecho, exigiendo justicia ante tribunales que se hicieron los sordos.
El costo social y económico de esta maquinaria de muerte es incalculable. Recursos que pudieron destinarse a salud, educación y desarrollo rural se desviaron para alimentar un modelo de violencia que fue premiado por el propio Estado. La impunidad de los gobernantes y la pasividad ciudadana consolidaron un círculo vicioso: privilegios para los verdugos y silencio para las víctimas.
El riesgo no ha desaparecido. Hoy, la misma lógica se traduce en contratos militares inflados, espionajes ilegales a opositores y la complacencia de organismos de control. El sistema que normalizó la barbarie sigue respirando bajo nuevas formas.
Ante esta herida abierta, la sentencia de la JEP no debe verse como un cierre, sino como un espejo incómodo. La pregunta es si la sociedad colombiana aceptará con resignación este reflejo, o si tendrá la decencia y el coraje de organizarse como ciudadanía para romper el ciclo de impunidad y derrotar proyectos políticos que alimentan el odio y el autoritarismo.
Y.A.