Por: Álvaro Cotes Córdoba.
El Salamandra no es un apodo cualquiera. Dicen que, como las salamandras que regeneran su cola tras perderla, El Salamandra tiene la habilidad de reinventarse una y otra vez, sin importar cuántas veces lo derriben. Pero no es un don natural, como el de los anfibios que se deslizan por los arroyos de un bosque; el suyo es un talento oscuro, pulido por años de cinismo y una piel más gruesa que el cuero.
El Salamandra, cuyo nombre verdadero nadie recuerda, ha sido muchas cosas: concejal corrupto, empresario fallido, predicador de plaza, hasta candidato a gobernador. Cada vez que un escándalo lo atrapa —sobornos, promesas vacías, traiciones— él se escabulle, deja caer su vieja piel y emerge con una nueva. La gente, al principio, lo mira con recelo, pero él tiene un don para las palabras, un brillo en los ojos que siempre promete redención, y una sonrisa que hace olvidar. Como la salamandra que regenera su cola, él regenera su reputación, siempre con un nuevo discurso, un nuevo traje, una nueva causa.
Una vez, cuando el pueblo descubrió que había desviado fondos para un puente que nunca se construyó, lo enfrentaron en la plaza. Gritaron, lo señalaron, le arrojaron tomates. Él, sereno, levantó las manos y dijo: “He errado, sí, pero he aprendido. Démosle al pueblo un futuro mejor”. Y aunque muchos lo abuchearon, otros, cansados de la rabia, lo escucharon. Meses después, estaba de vuelta, organizando ferias benéficas, besando bebés, prometiendo escuelas. Su cola, cortada por el escándalo, había crecido de nuevo, más brillante que antes.
En el bosque, las salamandras reales viven en paz. Si un depredador las hiere, su cuerpo trabaja en silencio, tejiendo carne y escamas hasta sanar. No piden aplausos, no hacen promesas. Su regeneración es humilde, un milagro de la naturaleza. El Salamandra, en cambio, convierte cada herida en un espectáculo. Sus caídas son titulares, sus retornos, epopeyas. “¿Cómo lo hace?”, se preguntan los ciudadanos, entre la admiración y el desprecio. Algunos dicen que es carisma; otros, que no tiene vergüenza. Pero todos, en el fondo, saben la verdad: el Salamandra no regenera por instinto, sino por estrategia. Su piel nueva es una máscara, su cola nueva, un disfraz.
Un día, un joven periodista decidió desenmascararlo. Escarbó en archivos, entrevistó a víctimas, reunió pruebas de décadas de engaños. Publicó un reportaje que detallaba cada mentira, cada robo, cada promesa incumplida. El pueblo ardió de indignación. Esta vez, pensaron, no habría regeneración. El Salamandra fue arrinconado, sin cargo, sin aliados, sin excusas. Pero él, fiel a su naturaleza, no huyó. Se presentó de nuevo en la plaza, con el mismo traje impecable y la misma sonrisa. “He leído el reportaje”, dijo, “y me ha hecho reflexionar. Quiero empezar de cero, con ustedes, para ustedes”. Habló de redención, de errores humanos, de un nuevo comienzo y de una segunda oportunidad, porque todo el mundo se merece una segunda oportunidad. Algunos lo abuchearon, pero otros, agotados por la verdad, prefirieron creer en la mentira.
El periodista, frustrado, abandonó el pueblo. Las salamandras del bosque siguen sus vidas, regenerándose en silencio, ajenas al ruido humano. Y el Salamandra, el hombre, sigue en la plaza, reinventándose una vez más, con una piel nueva que brilla bajo el sol. Porque, a diferencia de las criaturas del bosque, él no regenera para sobrevivir, sino para reinar.
Y así, el pueblo sigue aprendiendo siempre, la lección amarga sobre que: la naturaleza regenera para sanar; mientras el cinismo, para engañar.
Fin