LA OFENDICULA:  LAS MARRULLAS DE URIBE

Por GREGORIO TORREGROSA

 

Si el término marrulla lo asociamos con el significado de tramposo, artero, astuto, ladino, taimado, espabilado, mañoso, ventajista, pícaro, zorro, pillo…, entonces el expresidente Uribe no tiene escapatoria para ser calificado de marrullero, porque su personalidad y comportamiento, tanto en su vida pública como privada, encaja en los distintos momentos, con precisión suiza, en cualquiera y cada una de las anteriores acepciones. Para los amnésicos, hagamos un poco de memoria, pero solo respecto a un pequeño fragmento de la realidad de su vida conflictiva, como lo es el proceso que él mismo inició al instaurar denuncia penal contra Iván Cepeda por abuso de función pública, calumnia agravada y fraude procesal, lo que luego degeneró en una investigación en su contra, cuando la Sala de Instrucción 2 de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia estableció que: ”no encontró fundada la denuncia ni motivos para abrirle un proceso penal a Cepeda” y, por el contrario, concluyó que existían indicios de que el expresidente había manipulado testigos, ordenando por ello su investigación, como quien dice: fue por lana y salió trasquilado.

De allí que resulta indignante, como asombroso, que luego de la reciente condena a Uribe, muchos medios de comunicación, los llamados a mantener compostura en materia de objetividad hagan eco de las versiones demenciales de más de un furibista, en el sentido de que el juicio de marras y su condena final es producto de una persecución política. Dicha estrategia desinformativa es una marrulla más.

Si de marrullas se trata, estas comienzan, hablando solo del presente proceso, desde el 22 de febrero del año 2018, cuando la Corte Suprema de Justicia ordenó una indagación preliminar para corroborar las denuncias y, finalmente, encontró elementos probatorios a través de las variadas pesquisas que indican la determinación de Uribe en la manipulación de testigos; pero su prestigioso equipo de abogados respondió con una buena artillera de estratégicas dilaciones, lo que en el fondo significaba que todo estaba encaminando a que se produjera la prescripción de la acción penal, pero, al parecer, las distintas argucias no surtieron efecto, porque el 4 de agosto de 2020 la Corte Suprema de Justicia ordenó la detención domiciliaria luego de escuchar más de 27.000 pruebas de audio y 1.500 folios.

Una vez instalado en el calabozo de su conciencia, aprehendido, tal vez, de los barrotes de la trapisonda astucia, de la que siempre ha hecho gala, el 18 de agosto de 2020, sin renunciar a prescripción alguna, anunció la renuncia a su curul en el senado, argumentando que tal decisión obedecía a la imposibilidad de legislar desde su sitio de reclusión. Pero el tufillo de pestilente olor que lleva consigo la proclamada renuncia no lo abandona y, por el contrario, lo delata, como acto de típica marrullería, pues como consecuencia inmediata de la supuesta renuncia se tiene que la Corte Suprema pierde competencia para investigarlo y juzgarlo; pasando dicha competencia a los jueces ordinarios y a la fiscalía, sí, esa misma, la de Barbosa, que era más que un fiscal de bolsillo.

Ya en su nuevo escenario a favor, con sus nuevos jueces juzgadores y fiscales amigotes, como el tal Gabriel Ramón Jaimes Durán y Javier Fernando Cárdenas, otro fiscal no menos secuaz, quien también falló en su intento de pedir la preclusión, al señor Uribe nunca se le escuchó decir que renunciaba a la prescripción. Es fácil imaginarse el nivel de angustia de todos los funcionarios generada por el temor de que el asunto prescribiera en sus manos. Ello, porque el fenómeno de la prescripción cabalgaba, a toda prisa, sobre el lomo indómito de los términos procesales, tanto, que la Comisión Nacional de Disciplina Judicial, superior jerárquico de los jueces en materia disciplinaria y de asignación y distribución de carga laboral, ordenó que se desatendiera cualquier otro asunto y solo se dedicaran a al asunto Uribe. Qué bueno hubiese sido que, en esos momentos de angustia y ansiedad, y en nombre de la convicción íntima de inocencia, el expresidente Uribe hubiera renunciado a la prescripción de su caso.

Haberlo hecho hoy plantea serías dudas sobre la existencia de algún propósito noble que supuestamente persiga y, menos aún, el referido a que el tribunal pueda trabajar con la tranquilidad sin tener en cuenta el factor tiempo que, seguramente, acosa como una especie de mortificante tortura. Por lo que asumo el riesgo de aventurarme con dos hipótesis: La primera de ellas, que tiene asegurado, de óptima fuente, que la apelación le ha de ser favorable, revocándole la condena. Como indicio se tiene la sorprendente decisión de la tutela que le amparó el derecho fundamental a la libertad, revocando, por ahora, su reclusión domiciliaria, mientras ese mismo tribunal, precisamente, será el que resuelva la apelación de la sentencia que lo condenó.

El fallo de esa tutela se tiene por sospechoso, porque dicha figura solo opera como un mecanismo alternativo residual, no como otra instancia o recurso de manera directa, lo significa que, mientras haya otro camino regular e idóneo para perseguir lo mismo que se pretende con la tutela, esta debe declararse improcedente. Para el caso concreto, los abogados del expresidente presentaron el recurso de apelación contra la sentencia condenatoria, que es la vía idónea para obtener la libertad.

La otra hipótesis es la que ya ha tenido bastante desarrollo en los distintos medios y redes sociales, en cuanto a lo que el señor condenado persigue al renunciar a la prescripción: generar un clima de calma, sin afanes, mejor dicho, que el tribunal se tome todo el tiempo que quiera, tal como pasó con su hermano Santiago, que dos años después del juicio fue cuando se conoció la sentencia, absolutoria por cierto, para, mientras tanto, él enfila baterías con todas las marrullas posibles para enfrentar la contienda electoral que se avecina.

Otra estrategia perversa y congruente con su perfil.