María Alejandra De la Hoz Barreto, nacida el 5 de septiembre de 2006, ha demostrado que una cámara fotográfica no solo captura imágenes.
Por: Emilio Gutiérrez Yance
En Zambrano, Bolívar, donde el sol amanece acariciando las tierras fértiles y los gallos anuncian la vida con su canto inquebrantable, nació en el barrio Pumarejo una niña de ojos inquietos y sonrisa callada: María Alejandra De la Hoz Barreto, el 5 de septiembre de 2006. Desde pequeña descubrió que, en sus manos, una cámara no era un simple aparato de plástico y metal, sino una varita mágica capaz de atrapar instantes y transformarlos en eternidad.
Mientras otros miraban fotografías, ella miraba historias suspendidas en el aire. En las fiestas familiares, entre risas, vallenatos y el olor a sancocho de gallina, se escondía detrás de un celular o de una vieja cámara digital. Clic tras clic, iba sembrando en el álbum familiar un jardín de recuerdos: abrazos congelados, carcajadas detenidas en el tiempo, lágrimas convertidas en perlas de memoria.
Su pasión creció como crecen los mangos a la orilla del río Magdalena: silvestre, inevitable, generosa. No necesitó más que su mirada y el pulso firme para descubrir que la realidad también podía tener alas. Cada fotografía era una chispa de realismo mágico: una calle polvorienta convertida en escenario de epopeya, un rostro cansado vuelto poema, un gesto mínimo elevado a símbolo.
Cuando terminó su bachillerato en la Institución Educativa Técnico Aníbal Noguera Mendoza, María se encontró con una encrucijada: seguir el camino incierto de su pasión por la fotografía o responder al llamado de servir a su tierra. El destino —ese narrador secreto de la vida— la condujo hacia la Policía Nacional de Colombia.
Hace poco más de nueve meses se vistió de uniforme, y desde hace seis, en el grupo de Comunicaciones Estratégicas (GUCOE) del Departamento de Policía Bolívar, halló el espacio donde sus dos mundos se unieron. Allí, entre comunicados, operativos y eventos, María transformó la rutina en relato, mostrando en cada toma el lado humano del uniforme.
“Para mí no es sacrificio tirarme al suelo o ensuciar el uniforme por una foto. Me levanto, me sacudo y sigo como si nada. Me gusta registrar bien lo que me asignan y siempre doy más para que escojan”, dice ella, con esa mezcla de sencillez y determinación que distingue a los soñadores verdaderos.
Pero lo que más late en su corazón es un sueño mayor: ser patrullera de la Policía Nacional. No se trata solo de portar un rango, sino de poder darle a su madre, Gisela Paola Barreto Díaz, y a sus hermanos, un futuro mejor. Ese deseo, sencillo y profundo, es el motor que la levanta cada mañana, la fuerza que convierte cada reto en escalón y cada caída en impulso.
En el barrio que la vio crecer, ya no la llaman solo la fotógrafa de la familia, sino el orgullo de Pumarejo. Sus vecinos la miran con admiración, como quien ve que una muchacha hecha de pueblo y esperanza logra convertir la realidad en obra de arte.
María es más que fotógrafa: es cronista de lo invisible. Con cada clic captura la esencia de sus compañeros, el sudor que nadie ve, la ternura escondida detrás de un uniforme, la nobleza de un gesto cotidiano. “Tengo un jefe exigente, y eso me hace esforzarme más. Me enseña que no hay que ser conformista y que la perspectiva lo cambia todo”, confiesa, con esa madurez que sorprende a su corta edad.
Hoy, en este Día Mundial de la Fotografía, su historia ilumina como faro. Nos recuerda que una cámara puede ser espada, espejo o pincel. Y que en las manos de una joven zambranera, el lente se convierte en un ojo que nos revela la belleza secreta de lo que a menudo pasa inadvertido: la vida misma latiendo en su estado más puro.
Que siga sonando el clic de su cámara como campanada de esperanza. Que cada imagen que capture María Alejandra sea testimonio de un país que sueña, que lucha y que, como ella, aprende a mirar con los ojos del alma.