
La historia de Guillermo Gonzalo Peña Aponte revela cómo los intermediarios convierten el derecho a la salud en un negocio criminal mientras los pacientes mueren esperando atención.
La corrupción en el sistema de salud colombiano no es un accidente aislado ni un simple error administrativo: es una enfermedad crónica que mata en silencio. El caso de Guillermo Gonzalo Peña Aponte, condenado a seis años de cárcel por fabricar 311 accidentes falsos entre 2015 y 2017 y embolsillarse $1.240 millones del FOSYGA, no es solo la historia de un delincuente sofisticado. Es la radiografía de un modelo de saqueo institucionalizado, donde los intermediarios descubrieron que fingir salvar vidas resulta más rentable que salvarlas realmente.
La fábrica de emergencias que nunca existieron
Peña Aponte operaba bajo el contrato que la Fundación Hospital San José de Buga le otorgó para gestionar recobros ante el FOSYGA. Desde allí montó una verdadera fábrica de emergencias: creó pacientes que jamás existieron, falsificó historias clínicas, clonó datos de enfermos antiguos, inventó médicos fantasma y hasta repitió la misma dirección para múltiples accidentes de tránsito.
En su universo paralelo, todas las tragedias ocurrían en la misma esquina y todos los médicos atendían desde el más allá. Lo más inquietante es que estas irregularidades pasaron inadvertidas durante dos años, mientras los colombianos reales morían en salas de urgencias sin ser atendidos.
En contexto: Por reclamaciones falsas ante el FOSYGA por accidentes de tránsito que no ocurrieron fue condenado contratista
El cómplice silencioso: el sistema
La pregunta no es cómo lo logró, sino por qué nadie lo detuvo antes. El FOSYGA recibió más de 300 solicitudes de recobro cargadas de inconsistencias tan obvias que cualquier auditor mínimo competente las habría detectado. Pero en lugar de cuestionar, el sistema pagó cada una religiosamente.
El hospital, por su parte, no solo firmó un contrato que la propia Fiscalía declaró “administrativamente inviable”, sino que entregó información confidencial de pacientes reales, violando la confidencialidad médica. En este esquema, los principios éticos fueron desechables; lo importante era mantener abierto el flujo de dinero.
Guillermo Gonzalo Peña Aponte, representante legal de una empresa de asesorías, presentó a nombre de un hospital de Buga (Valle del Cauca) 311 solicitudes por prestación de servicios de salud a heridos en accidentes de tránsito que nunca ocurrieron. Estas peticiones fueron…
— Fiscalía Colombia (@FiscaliaCol) August 14, 2025
La Colombia real frente a la Colombia inventada
Mientras Peña Aponte engordaba sus cuentas, la Colombia de carne y hueso sufría las consecuencias:
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Los hospitales públicos seguían colapsados.
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Los pacientes esperaban meses por una cita especializada.
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Las familias se endeudaban para costear tratamientos que el Estado no cubría.
El monto robado equivale a 24.000 consultas médicas especializadas, 4.000 cirugías de mediana complejidad o el salario anual de 200 médicos rurales. Cada peso hurtado fue una cama de UCI que nunca se habilitó, un medicamento que no llegó a tiempo o un profesional que no pudo ser contratado.
La condena insuficiente

La justicia condenó a Peña Aponte a seis años de cárcel y una multa de 103 salarios mínimos. Traducido: robó $1.240 millones y pagará alrededor de $320 millones. Aun tras la condena, el balance es favorable para el delincuente. El fraude fue tan lucrativo que la sanción se convierte en un costo más de su negocio criminal.
La verdadera condena recae sobre los ciudadanos. Cada paciente que muere esperando una autorización, cada niño sin tratamiento oportuno, cada adulto mayor que agoniza en una sala de espera, está pagando la factura de un modelo que prioriza a los intermediarios corruptos sobre los enfermos.
Corrupción estructural: el verdadero cáncer
Este caso no es una excepción. Es el reflejo de un sistema de salud diseñado para enriquecer a terceros y no para proteger la vida. La estructura burocrática permite que mientras un ciudadano debe hacer colas interminables y presentar documentos interminables para acceder a una consulta, los estafadores tengan vía libre para saquear millones.
La corrupción en la salud no solo drena los recursos del Estado; condena directamente a los más vulnerables. Como señalan analistas, la corrupción estructural en Colombia es más letal que cualquier epidemia: mata en silencio, sin titulares escandalosos, pero con cifras invisibles de muertes evitables.
Una herida que no cicatriza
Lo más alarmante no es solo el fraude en sí, sino la pasividad del sistema durante los dos años en que Peña Aponte operó sin obstáculos. La impunidad estructural permitió que cada solicitud fraudulenta pasara como legítima hasta que, casi por casualidad, las auditorías detectaron irregularidades. Un engranaje que debería funcionar como barrera protectora se activó demasiado tarde, cuando los recursos ya habían sido desviados.
Este caso deja en evidencia que el problema no radica únicamente en un individuo dispuesto a corromperse, sino en un modelo de gestión que, entre vacíos de control, burocracia indiferente y falta de seguimiento riguroso, abre la puerta para que el saqueo sea la norma y no la excepción.
Y la reflexión final es inevitable: mientras no existan mecanismos de vigilancia ciudadana, controles tecnológicos eficaces y sanciones proporcionales al daño causado, la corrupción seguirá operando como un cáncer metastásico en el sistema de salud. Una enfermedad que no solo roba dinero, sino que condena a miles de colombianos a la desatención y, en el peor de los casos, a la muerte evitable.
Y.A.