Lo que era un secreto a gritos terminó por reventar… y con fuerza. El inodoro de la corrupción hizo explosión en la Universidad Popular del Cesar (UPC), y salpicó a medio mundo: políticos, funcionarios nacionales, clanes regionales y hasta las promesas de «cambio» del gobierno Petro. Todo bajo el silencioso, casi cómplice, letargo estudiantil.
Al frente del desastre está Robert Romero Ramírez, rector de la institución, quien hoy lidera lo que algunos llaman una universidad y otros, con más ironía, “una olla de contratación con aulas al fondo”. El secretario de Transparencia, Andrés Idárraga, llegó, revisó… y encontró un verdadero menú de irregularidades digno de una serie de Netflix (o una comisión de investigación urgente, en un país serio).
Pero el lodo no se queda ahí. Lo que hay en la UPC es una guerra política a varias bandas donde todos quieren su tajada del pastel presupuestal universitario. Por un lado, el pastor y político Alfredo Saade; por otro, Juliana Guerrero, alfiles de casas de poder en el Caribe; y no podían faltar los siempre bien posicionados Gnecco y Ape Cuello, que andan como pez en el agua en cualquier charco burocrático. Todos contra todos. Todos por los recursos. Todos por el control de la universidad.
¿Y los estudiantes?
Mientras los contratos vuelan, las denuncias se acumulan y los medios nacionales por fin miran hacia Valledupar, el campus está en silencio. Ni una huelga, ni una protesta, ni un plantón. Solo la pasividad absoluta de una comunidad estudiantil que parece resignada a ver cómo se llevan su universidad en costales.
Porque sí: el estudiante que no reacciona, termina siendo parte del problema.
En el aire queda una pregunta: ¿será esta la vez que la bomba no solo haga ruido, sino consecuencias reales? ¿O será otro capítulo más de la novela “corrupción impune en provincia”?
Por ahora, lo único claro es que la UPC dejó de ser un centro de formación para convertirse en escenario de una tragicomedia política con recursos públicos como premio.