De las tarimas de los 500 años al lodo: Santa Marta pasa del derroche en fiestas a la tragedia por abandono estructural

Hace apenas ocho días, Santa Marta brillaba con luces, conciertos, desfiles y tarimas multimillonarias en el marco de la Fiesta del Mar, una celebración que costó miles de millones al erario. Hoy, ese mismo escenario festivo se ha transformado en un paisaje de angustia: calles inundadas, barrios enteros sumergidos, familias damnificadas y la ciudad, literalmente, bajo el agua.

Sectores como Bastidas, Pescaíto, Curinca, Brisas del Nevado y María Cecilia están entre los más afectados por las fuertes lluvias que azotaron la capital del Magdalena. Las imágenes hablan por sí solas: viviendas destruidas, enseres flotando, niños evacuados en brazos y ciudadanos con el agua hasta la cintura pidiendo auxilio.

La Fundación Salvaturrido, miembro del Consejo de Cuencas del PONCA, lanzó un comunicado contundente tras las graves inundaciones en Santa Marta: “El agua no causa desastre, lo hacen las malas decisiones”.

El mensaje va dirigido a las administraciones que han dejado de lado lo esencial: un sistema de alcantarillado pluvial funcional, recuperación de quebradas urbanas, protección de rondas hídricas y un verdadero plan maestro de drenaje para evitar que la ciudad se ahogue cada vez que llueve.

El contraste es tan evidente como doloroso. Mientras la administración distrital destinó recursos considerables para espectáculos y logística festiva, la inversión en drenaje pluvial, mantenimiento del alcantarillado y mitigación de emergencias brilló por su ausencia. Lo que debía ser una ciudad preparada para enfrentar su temporada invernal, resultó ser un decorado vulnerable, sostenido por promesas y fuegos artificiales.

No es la primera vez que ocurre, pero sí es una bofetada más a una ciudadanía que empieza a preguntarse si la prioridad es entretener o proteger. En Santa Marta, como en la antigua Roma, el “pan y circo” sigue siendo la fórmula oficial, solo que ahora al pueblo ya no le queda ni pan… solo barro, pérdidas, y una profunda indignación.

Mientras el agua baja, la pregunta crece: ¿cuántas tragedias más se necesitan para que gobernar deje de ser sinónimo de espectáculo?