POr JOSÉ G. MEJÍA J
Colombia no firmó un tratado de integración; aceptó una rendición anunciada. El llamado “memorando de entendimiento” entre el gobierno de Gustavo Petro y el régimen de Nicolás Maduro no representa un gesto de hermandad ni una apuesta seria por el desarrollo regional. Es una jugada política riesgosa, oportunista y regresiva. Lo que está en juego no es solo el comercio fronterizo, sino la soberanía nacional, el control electoral de 2026 y la integridad del Estado de derecho. Vamos de la cárcel de La Picota al Palacio de Miraflores.
Intenciones ocultas, consecuencias evidentes
El documento, firmado sin aprobación del Congreso ni control constitucional por Alfredo Saade, una figura sin mandato democrático, establece una “zona de paz, unión y desarrollo” en cinco territorios fronterizos: Norte de Santander, César y La Guajira en Colombia, y Táchira y Zulia en Venezuela. ¿A qué suena eso? A una franja sin supervisión real, con actores armados mezclados con estructuras estatales, y fronteras difusas entre lo legal y lo criminal.
En el papel se habla de cooperación en salud, educación, agricultura y comercio. En la práctica, no hay un solo plan técnico, ni presupuesto asignado, ni indicadores de ejecución. ¿Quién lo implementa? ¿Con qué recursos? ¿Bajo qué control? Todo es opaco. Lo evidente es que Maduro gana legitimidad internacional y el gobierno colombiano abre un canal paralelo sin vigilancia institucional, susceptible de ser usado políticamente rumbo a 2026.
La economía avanza sola, no necesita zonas fantasmas
Se afirma que el propósito del acuerdo es dinamizar el comercio. Pero los datos lo contradicen: entre enero y abril de 2025, el intercambio bilateral creció 25,8 %, con exportaciones colombianas por US $340 millones. Para fin de año, podrían superar los US $1.600 millones, todo sin zona especial, sin Maduro ni Saade.
Cúcuta, capital de Norte de Santander, ya opera como eje comercial con Venezuela: zonas francas, aduanas legales, logística eficiente e industria regional. ¿Y Caracas qué ofrece? ¿Gasolina subsidiada? ¿Trochas controladas por mafias? ¿O simplemente más presencia de estructuras ilegales que llevan años operando en esa frontera?
Del Pacto de La Picota a las disidencias armadas
En 2022, Petro llegó al poder bajo la sombra del “Pacto de La Picota”, un episodio sin esclarecer del todo donde se insinuaron acuerdos con condenados a cambio de respaldo electoral. Hoy, en la antesala de 2026, el patrón se repite: estructuras más sofisticadas, transnacionales y con redes locales activas.
No es casual que la zona pactada coincida con corredores de cultivos ilícitos, minería ilegal y rutas de tráfico hacia el Caribe venezolano. Esta “zona de paz” podría convertirse en un territorio liberado para grupos armados que históricamente han ejercido constreñimiento electoral en regiones vulnerables.
¿Qué mejor plataforma que un entendimiento sin carácter de tratado, sin control de la Corte Constitucional ni discusión parlamentaria, para canalizar alianzas, recursos y presencia política en zonas periféricas?
El factor Iván Márquez
A este escenario se suma un actor clave: Iván Márquez, jefe de las disidencias de las Farc, protegido en Venezuela por el régimen de Maduro, con escoltas y atención médica. Según fuentes de inteligencia, su estructura disputa el control del Catatumbo y ha sido mencionada en versiones no confirmadas sobre el atentado fallido contra el senador Miguel Uribe. Todo indica que la franja binacional podría servir como refugio para redes armadas con fines políticos, en detrimento de la soberanía colombiana.
Una amenaza, no una solución
Colombia no necesita pactos con gobiernos señalados por violaciones a derechos humanos ni acuerdos que favorezcan redes ligadas a economías ilegales. Lo que se requiere es inversión transparente, presencia estatal real y vigilancia efectiva.
Este modelo de cooperación híbrida diluye los límites entre el Estado y estructuras paralelas, entre lo institucional y lo clientelista. En nombre de Bolívar se revive el libreto que destruyó a Venezuela: confundir lo público con lo mafioso y lo democrático con el caudillismo ideológico.
Y lo más grave: todo esto se hace con recursos del Estado colombiano, bajo la fachada de desarrollo e integración.
El voto libre en riesgo
La amenaza no está solo en el texto del memorando, sino en su uso estratégico para influir electoralmente. América Latina conoce bien los pactos que, en nombre de la paz, consolidaron proyectos autoritarios.
El gobierno afirma que se trata de cooperación en salud y educación, pero ni Colombia ha garantizado eso en el Catatumbo, y mucho menos Venezuela, que ha desmantelado hospitales, escuelas y derechos básicos durante años.
Si en 2022 se negociaron votos con estructuras carcelarias, en 2026 podrían hacerlo con carteles, trochas y zonas sin ley. El riesgo es real: que en vez de elecciones libres tengamos designaciones pactadas fuera del marco democrático.
Colombia no puede ceder su soberanía
El país no puede entregarse a un proyecto binacional opaco, cuyo propósito parece ser garantizar la permanencia de una coalición política a costa de la legalidad electoral, el orden constitucional y el voto ciudadano. Este memorando con Maduro no fortalece la democracia ni la integración: fragiliza al Estado desde dentro y entrega territorio a un régimen que ha hecho de su frontera un refugio de redes ilegales, propaganda y control.