Por: Walter Pimienta
El día empezó cuando su hermana, sin previo aviso, volvió a casa procedente de Barranquilla donde trabajaba de muchacha del servicio en una casa rica del barrio El Prado.
La vio nalgona y caderona.
Venía con un vestido amarillo melón y zapatos nuevos. Parecía otra. Se le vía bonita. Se le había blanqueado la cara y la boca colorada se le parecía a una tajada de patilla madura. Ahora, a sus veinte años, se parecía a la maestra de la escuela, a la respingada mujer del juez, a la hija del doctor De la Torre, a la hija del alcalde; en fin, no era la misma que hacía cinco años se había ido
Vicente, su hermano, que cuando ella se fue tenía cinco años, ahora tenía diez, y ya casi para once, no la recordaba casi y si la recordaba, la vio diferente; pero era ella. Algún rasgo se lo decía.
Trajo la misma maleta de cartón con pomos de latón oxidado que se había llevado. Esto también servía para saber que sin dudas era ella.
Juana, su madre, en cambio, la reconoció enseguida. Se lo dijo su instinto. Y de la emoción gritó:
-¡Margarita, hijaaaa! Y la abrazó y la besó en la frente.
-Cómo cambia a la gente el agua de Barranquilla- le dijo su madre asombrada.
-Vine por quince días. Me dieron vacaciones.
El pueblo de Margarita era el mismo desde que ella se había ido: la misma iglesia sin pintar con el mismo cura; los seis almendros del parque; las mismas añoranzas, los mismos cerros.
Pero ella no parecía la misma: Qué abundante cabellera ondulada de color castaño claro más bonita la que tenía.
Era diciembre y sus costumbres navideñas.
Margarita buscaba en las respuestas del tiempo dejado, que estas fueran otras; pero las respuestas buscadas eran las mismas: su casa de techo de tejas y paredes de barro. Las ventanas de láminas de latón con propaganda de aceites vegetales. El piso de cemento rajado.
Allá afuera, por las madrugadas, el regateo hambriento en la carnicería de voces que compraban antes de que se acabara la carne. La maestra aconductando a las niñas con la regla de palo. Ella lo había vivido. El reloj de la torre de la iglesia parado en las seis de la mañana desde el día en que se fue. En la alcaldía, los mismos empleados públicos que dejó entonces . Las mismas viejas rezanderas ya casi haciéndose santas. La misma herradura con la mata de sábila detrás de la puerta. El mismo mensajero en la cicla de “Adpostal”, llevando y trayendo extravíos. Los mismos gitanos de cada año empeñados ahora sí en hacer públicas pruebas convincentes de honradez. El viejo loco del catalejo vigilando el curso de los astros buscando la osa mayor. Los mismos galleros peleando gallos con espuelas envenenadas. Los niños en la costumbre indesterrable de chuparse el dedo pulgar de la mano derecha sentados en un mecedor hasta dormirse. Conchita, la tejedora y bordadora de la esquina sosteniendo detrás de las orejas, con un cordón negro, sus lentes y llevando al cuello el mismo escapulario de la Virgen del Carmen ya borroso por el sudor
-Qué sería de Esther, de Adela, de Nieves, de “la Chata”, de Isabelina, de Dorita, de Carmen Lucía, de Inés, sus amigas de la adolescencia- se preguntaba- trayendo al presente el recuerdo, de su primera menstruación…Y el de Modesto, el de la Calle del Palenque, en el cruce de miradas y las primeras cartas de amor y el mariposeo en el estómago cundo lo vio con sus patillas de charro mexicano sacadas por el “el Viejo Girito”, el peluquero.
…El mismo pueblo donde echaban los restos del mondongo de la res sacrificada al arroyo y a los niños que comían tierra les echaban ají picante en la boca.
Deslumbrada por tantas maravillas de la ciudad, Margarita, viendo que su pueblo era el mismo de siempre alimentó tristezas de no volver. El tren de cada ocho días. El “Teatro Montecristo” con cine de motor y su taquilla de media luna y Regina vendiendo la boleta para ver la misma película de hacía cinco años en estreno: “Los hermanos Aguilar”. Genitor, el herrero, y su alquimia pegando con estaño calderos desfondados. El mismo traganíquel de la cantina de Santos Lascarro, descargando los mismos boleros y de vez un cuando un vals vienes. El almacén de “la Niña Nené” con sus cristales de bohemia, las vajillas y floreros que nadie compraba… las telas empolvadas para manteles y cortinas…
A los quince días, con pie firme de regreso, viendo que en su pueblo ni en cinco años las casas habían cambiado de colores; que el techo de la escuela donde ella hizo la primaria tenía la misma gotera; que el que enterraba los muertos seguía vivo. Que su hermano, el único que tenía, se había vuelto idéntico a su difunto padre y que ya casi era un hombre, y que viendo pasar por la puerta de su casa a Modesto éste ya no la excitaba, Margarita dispuso su regreso
Modesto, esa vez, también, con el rabito del ojo, la vio. Ya entre ellos no quedaba ni un sentimiento de amistad. Bajó la cabeza e intimidado por el impacto, se dijo:
-Cómo cambia el agua de Barranquilla a la gente.
Te mandaré cada semana mi ayuda- le dijo a su mamá- .Con lo de la venta de arepas, carimañolas y empanadas, saldrás adelante y, busca que Vicentico trabaje en la tienda de José Rocha. Ya sabe sumar llevando, restar prestando; multiplica abreviadamente y divide por tres cifras…no dejes que ese pelao se pierda.
Y Margarita se fue de nuevo a la ciudad.
Allá la esperaba Teobaldo De la Espriella Fernández, el hijo de su patrona doña Eliza Fernández De la Espriella, con quien no solo intercambiaba caricias agotadoras sino que, persiguiéndose el uno al otro por los rincones de la casa, se encerraba en los dormitorios a cualquier hora en un permanente estado de exaltación sin alivio.
Modesto, en cambio, el del pueblo, el de las patillas de charro mexicano, no fue para ella ni siquiera un paliativo. Su pasión por él, se le había extinguido
Teobaldo en cambio, le alborotaba las hormonas.
-Como cambia el agua de Barranquilla a la gente- decían los vecinos al verla irse de regreso.