Por Luis Oñate Gámez
La noche previa a mi llegada a Santa Marta, hace más de medio siglo, apenas pude cerrar los ojos. La ansiedad por conocer la ciudad de mis sueños me mantenía despierto. Era el 10 de febrero de 1971, y pasadas las ocho de la noche, iniciamos desde Algarrobo una mudanza en un viejo camión que crujía por una trocha polvorienta, llena de huecos y escalerillas, donde apenas podíamos avanzar a 30 o 40 kilómetros por hora.
A los que viajábamos en la parte trasera, entre muebles, bultos y enseres, nos tocaba cubrirnos el rostro para protegernos del polvo que levantaban los vehículos que nos adelantaban o los que venían en sentido contrario. Por entonces, la vía entre Algarrobo y Fundación serpenteaba al pie de la Sierra Nevada, pasando por Bellavista, Sietevueltas y Santa Rosa de Lima. El asfalto solo aparecía al llegar a “La esquina del progreso”, como un susurro de modernidad en medio del camino.
Esa noche, una luna llena recién estrenada bañaba el paisaje con su luz plateada. Los árboles que flanqueaban la carretera, los puentes metálicos que me llenaban de asombro, la imponente Sierra Nevada a lo lejos y, al pasar por Ciénaga, el mar, con su infinidad de destellos que parecían cristales danzando hasta el horizonte, me dejaron extasiado. Fue como si la propia Santa Marta me diera la bienvenida con un espectáculo de luz y magia.
Cerca de la una de la madrugada, el camión se detuvo frente a una casa en la esquina de la calle 30, junto al río Manzanares. Descargar la mudanza nos tomó un par de horas, y aunque el cansancio y el sueño acumulado pesaban, la emoción me mantenía despierto. No podía esperar a que el amanecer me revelara esa Santa Marta histórica, embrujada y vibrante de la que había oído en innumerables relatos orales y escritos.
Desde aquel día, Santa Marta se ha entrelazado con mi alma. Aquí me “encolmillé”, como decían los campesinos en Algarrobo. Aquí terminé mi primaria en la Escuela Santander y me gradué de bachiller en el glorioso Liceo Celedón. Me fui a estudiar periodismo, y hace 37 años regresé para ejercer mi profesión. En esta tierra me enamoré, me casé y nació mi hijo; aquí he vibrado con las alegrías y lamentos del Unión Magdalena, y también en Santa Marta he aprendido a servir, a amar la vida y a celebrar la riqueza de una ciudad que es mucho más que un lugar: es un sentimiento.
Hoy, en 2025, cuando Santa Marta celebra sus 500 años, vuelvo a este relato con el corazón henchido de amor y de orgullo. Esta ciudad, cuna del mestizaje, bombeada con un corazón que late desde la Sierra Nevada y con la bahía más hermosa del Caribe, sigue siendo naturalmente mágica. En sus calles, en su mar, en su gente, vive el legado de cinco siglos de historia, resistencia, resiliencia y diversidad.
¡Oh Santa Marta, mi Santa Marta, que sigas brillando por otros 500 años!