«La paradoja del prestigio: cuando la reputación protege al que destruye»

Por: Guillermo E. Peña Bernal.

En una época donde la percepción pesa más que la realidad y las redes sociales dictan juicios inmediatos, resulta inquietante observar cómo algunas personas logran mantener una buena reputación, incluso mientras promueven acciones que deterioran instituciones, servicios y relaciones de confianza construidas con esfuerzo.

Se trata de figuras que, amparadas en una imagen cuidadosamente preparada —alimentada por el manejo de medios, redes y discursos cuidadosamente curados—, se permiten difamar, rotar noticias falsas y sembrar desinformación sin asumir responsabilidad. Peor aún, toman decisiones arbitrarias y caprichosas que desmantelan sistemas que, si bien perfectibles, funcionaban razonablemente bien. Todo esto sin que su reputación sufra mayores consecuencias.

A ello se suma un fanatismo creciente, muchas veces disfrazado de admiración o lealtad ideológica, que convierte cualquier cuestionamiento en una afrenta personal contra “el líder”. Ese fanatismo actúa como un escudo emocional que impide el análisis crítico, desacredita al que advierte y justifica lo injustificable.

¿Dónde están los filtros sociales y profesionales que debieran sancionar esas conductas? ¿Cómo se explica que quien desinforma o destruye sea percibido como innovador, valiente o visionario, mientras quienes defienden el rigor, la evidencia o la institucionalidad sean tildados de retrógrados o enemigos del cambio?

Este fenómeno, lejos de ser anecdótico, tiene consecuencias reales y tangibles: afecta directamente a los stakeholders, es decir, a los trabajadores, usuarios, proveedores, comunidades y aliados que dependen de la estabilidad y eficiencia de esos servicios o instituciones. Cuando las decisiones se toman por ego, revancha o interés personal —y no por criterios técnicos ni evidencia— los resultados son inevitables: pérdida de valor, caída en la calidad del servicio y fragmentación de relaciones claves para el desarrollo colectivo.

Lo más preocupante no es la existencia de quienes actúan de ese modo, sino la tolerancia —y en muchos casos, la admiración— con que la sociedad y ciertos círculos los siguen avalando. La incoherencia entre la reputación proyectada y las consecuencias de sus actos no solo debilita la credibilidad institucional, sino que refuerza un modelo perverso donde la narrativa importa más que los resultados, y el espectáculo más que la responsabilidad.

Es urgente recuperar el valor de la verdad, de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. No se trata de perseguir ni de estigmatizar, sino de poner en evidencia, con argumentos y hechos, que no todo lo que brilla es oro, y que la reputación no puede seguir siendo un blindaje automático para quienes afectan el bien común.