Por: Guillermo Peña
Nada socava más la confianza ciudadana que presenciar cómo se intenta justificar lo injustificable. En una época donde los discursos públicos se construyen con cálculo milimétrico, la manipulación del lenguaje y la distorsión de los hechos se han vuelto herramientas habituales para maquillar decisiones o conductas que, a todas luces, ofenden la razón, la ética y el sentido común.
Hoy, la tarea de justificar lo injustificable no solo se da desde los atriles o los comunicados oficiales. Se ejecuta también desde las bodegas digitales: cuentas falsas o coordinadas que operan en redes sociales con el objetivo de imponer narrativas, simular respaldo ciudadano, atacar a críticos y desviar la atención pública. Este fenómeno, cada vez más sofisticado, no busca informar ni dialogar, sino manipular emocionalmente al ciudadano para instalar una versión cómoda —aunque falsa— de la realidad.
Se recurre a eufemismos, se desplaza la responsabilidad, se dramatiza el contexto o se invoca un deber superior. Se habla de “reformas necesarias”, “procesos en construcción” o “percepciones erróneas”, cuando en realidad se trata de errores groseros, abusos de poder o decisiones que privilegian intereses particulares sobre el bien común.
El impacto es profundo. Cada vez que se justifica lo injustificable —y peor aún, cuando se hace con la fuerza amplificada de una maquinaria digital—, se erosiona el contrato de confianza entre instituciones, ciudadanos y opinión pública. Se instala la sospecha, florece el cinismo y se da paso a una peligrosa normalización: a fuerza de repetición y manipulación, lo inaceptable se vuelve cotidiano.
La transparencia no puede ser un acto de conveniencia, ni la rendición de cuentas un discurso de ocasión. La verdadera autoridad moral se construye reconociendo errores y rectificando, no fabricando realidades paralelas.
Porque al final del día, justificar lo injustificable —sea desde un púlpito o desde una bodega digital— no protege a nadie. Solo aplaza el juicio de una ciudadanía que, aunque confundida por un tiempo, siempre termina despertando. Y cuando lo hace, la factura suele ser alta.
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