No se puede negar que la Ley 100 de 1993 permitió el ingreso de muchos colombianos al servicio de salud, en un número que jamás se llegó a pensar que sería posible en nuestro país.
La implementación de la referida norma –que ahora se pretende reformar– resultó favorable a los intereses de la ciudadanía en general y especialmente de la gente pobre de Colombia, porque lo que se requiere es que se le brinde la oportunidad a millones de compatriotas pertenecientes a los estratos bajos, es decir de escasos recursos económicos, para que así puedan llegar a un consultorio médico y ser atendidos por un facultativo, de manera oportuna.
Siempre que sea así, lo aplaudimos y como voceros de la comunidad que siempre hemos sido aquí en LA LIBERTAD, respaldaremos todas aquellas iniciativas que de una u otra manera favorezcan a las gentes más necesitadas de la ciudad de Barranquilla y el país en general.
Que existan más recursos para la salud y oportunidades para los menesterosos, es algo de mucha importancia, en este caso la clase política y los dirigentes de distintas índoles, no sólo deben velar porque así ocurra, también es necesario trabajar por lograrlo, deponiendo intereses personales y políticos, frente a los que conciernen a la comunidad en general.
En realidad, el espíritu de esta nota editorial es de referirnos a la caótica situación que aún viven los “pobres” beneficiarios del sistema de salud subsidiada a través de centros asistenciales en manos de enfermeras y algunos –no todos– profesionales de la medicina, que brindan un trato no justificado para ningún ser humano por muy humilde que sea.
Es lo que se puede calificar como un tratamiento realmente deshumanizado, como si se tratara de seres que ahora llaman desechables; es así como se sienten aquellos ciudadanos, hombres, mujeres y niños, que contaron con la fortuna de acceder a la salud que por mandato constitucional, la ley en referencia y otras normas, que se expidieron en beneficio de ellos.
La mayoría de estos pacientes se sienten menos que los demás, por el trato que reciben en algunos centros asistenciales, en donde muchas veces no cuentan con una atención oportuna, o son víctimas de las dilataciones en la entrega de las citas para sus consultas médicas y últimamente para la entrega de los medicamentos, por el desprecio con que los atienden algunos –no todos– funcionarios a los que posiblemente les enseñaron toda clase de técnicas y conocimientos para el ejercicio efectivo y seguro de su trabajo, pero sin el más mínimo énfasis en un valioso aspecto de la formación, como es un trato lo más respetuoso y amable posible, que incluso puede resultar más saludable que la aplicación de la propia medicina recetada.
Muchos por su calidad de humildes son recibidos y atendidos por profesionales caracterizados por el despotismo y la falta de sensibilidad humana, urgidos por ganar tiempo y dinero antes, que tener pacientes salvados o recuperados.
Son prácticas que en el tercer milenio no debieran ser permitidas; podemos decir que en el sistema de salud subsidiados proliferan –algunos– profesionales, para los cuales la ética inspirada en el juramento de Hipócrates pasó a ser algo así como especie de un cuento chino.
Por ese motivo, son muchos los ciudadanos que han fallecido en las puertas de hospitales, o que si llegan a los consultorios no tienen la más mínima esperanza de encontrarle remedio a sus padecimientos físicos, que después se convierten en trastornos psicológicos.