La reciente derogatoria del decreto presidencial que pretendía la convocatoria a consulta popular respecto a una reforma laboral, seguida del anuncio de promover una “octava papeleta” en las próximas elecciones, plantea serias inquietudes jurídicas y constitucionales sobre los límites del poder presidencial, la separación de poderes y la legitimidad de los mecanismos de participación ciudadana en Colombia, a lo cual hemos hecho referencia en este espacio editorial.
Pese a que el ‘decretazo’ fue derogado por el mismo presidente Gustavo Petro, mediante el Decreto 0703 del 12 de junio de 2025, la controversia jurídica que generó no ha sido clausurada. La Corte Constitucional decidió avocar el conocimiento del asunto, dado su impacto nacional, sin desconocer la competencia propia del Consejo de Estado, el que ya tramitaba varias acciones de nulidad.
En consecuencia, los procesos judiciales ante la jurisdicción contencioso-administrativa continúan su curso, tal como lo ha reiterado la jurisprudencia, en el sentido de que la derogatoria de un acto no impide su control de legalidad de manera retrospectiva.
Uno de los argumentos que aduce el actual Gobierno para justificar la anunciada convocatoria –sin el aval del Senado– fue una inédita interpretación del artículo 4 de la actual Constitución Nacional, el que regula la excepción de inconstitucionalidad; como se sabe, esta figura permite a cualquier autoridad la no aplicación de normas contrarias a la Constitución Nacional en algunos casos concretos, pero no otorga competencia para modificar procedimientos constitucionales, ni permite al Presidente de la República desobedecer condiciones expresamente fijadas en nuestra Carta Magna.
Incluso si se opta por la vía constituyente, esto debe hacerse respetando los procedimientos institucionales establecidos y no mediante los exabruptos jurídicos esbozados por el Ministro de Justicia; de lo contrario, se corre el riesgo de socavar nuestra frágil pero vigente democracia, como en el que nos encontramos en estos momentos, marcado por la polarización y el crecimiento de la violencia política, por lo que el legado del presidente Petro dependerá no solo de las causas que defienda, sino más que todo, de los medios que se elijan para alcanzarlas.
Sin embargo, sus implicaciones también generan serias preocupaciones en lugar de fortalecer una democracia deliberativa y participativa, el camino hacia una Asamblea Constituyente –tal como se ha esbozado hasta ahora– que podría socavar los avances consagrados en la Constitución de 1991. Esta, con todas sus limitaciones, ha representado un esfuerzo significativo por conjugar pluralismo político, garantía de derechos fundamentales, instrumentos de democracia participativa y mecanismos efectivos de control al poder estatal.
El posible riesgo es claro, en nombre de una ampliación de la democracia que podría debilitar los contrapesos institucionales y fracturar los consensos mínimos que sostienen la convivencia democrática en Colombia. La historia constitucional latinoamericana muestra con frecuencia cómo los proyectos de refundación, cuando se adelantan sin reglas claras ni consensos amplios, terminan reforzando el autoritarismo en vez de desmontarlo.
Es innegable que el actual Gobierno ha obligado al país a confrontar temas largamente postergados: la reforma agraria, la justicia tributaria, el racismo estructural, la desigualdad persistente, la importancia de los derechos de los trabajadores, la necesidad de una justicia redistributiva que enfrente la desigualdad profundamente arraigado en nuestra sociedad, entre otros. Esa es, sin duda, una contribución valiosa al debate democrático. Pero si ese impulso transformador se canaliza por vías prohibidas institucionalmente –como una constituyente convocada por medio de una “octava papeleta”–, el proyecto que se pretendía emancipador podría terminar convirtiéndose en una amenaza para el orden constitucional, y esto debemos tenerlo claro todos los colombianos.












