Lo que debía ser un baño de libertad en las aguas de Santa Marta terminó por marcar su cuerpo y su vida. Su historia revela una herida más profunda: la del abandono ambiental.
Por años, nadar en mar abierto fue para María Marcela Preciado algo más que un deporte: era una comunión con la naturaleza, una forma de existir libremente. Pero en diciembre de 2024, esa libertad se convirtió en tragedia.
Desde Bogotá, donde intenta reconstruir su vida entre terapias, medicamentos y cicatrices, cuenta lo que aún le cuesta creer. “Salí como siempre, desde Puerto Gaira. Me lancé al mar, lo que más amo. Pero esa vez, ese mar me devolvió enferma”.
Una herida mínima fue la entrada de lo impensable: un estafilococo dorado —una bacteria agresiva que puede invadir el organismo rápidamente— se alojó en su cuerpo y desencadenó una infección que hoy le ha costado más que semanas de hospital: perdió parte de su tejido corporal.
El diagnóstico fue devastador. La recuperación, lenta. Y el dolor, no solo físico. “Están vertiendo aguas negras al mar. Lo digo con rabia: estamos nadando donde otros botan sus desechos. Las autoridades lo saben y no hacen nada”, denuncia.
María no solo ha levantado su voz por su caso. Su testimonio es ahora una advertencia para todos los que, como ella, creen que el mar es un refugio, un espacio seguro. “¿Cuántos más tienen que enfermarse? ¿Cuántos cuerpos más hay que perder para que dejen de contaminar nuestras playas?”, se pregunta.
Su historia sacude por la gravedad médica, pero también por la cruda verdad que revela: el deterioro ambiental que afecta no solo ecosistemas, sino vidas humanas. Y mientras ella lucha por sanar, la pregunta que deja en el aire es tan clara como las aguas que ya no se atreve a tocar:
¿Quién responde cuando el mar enferma?