Bolivia entre traiciones y revoluciones: la resistencia indígena como eje de transformación histórica

Desde la gesta de Laureano Machaca hasta la actual crisis política, el conflicto boliviano evidencia la persistencia de una lucha anticolonial invisibilizada por las élites y traicionada desde dentro.

En el corazón de la historia boliviana late una lucha que trasciende los marcos electorales: una resistencia anticolonial que, desde los tiempos de Manco Inca, ha enfrentado los embates de la dominación externa y la traición interna. La figura de Laureano Machaca, líder aymara asesinado en 1965, representa uno de los tantos capítulos de este combate por la autodeterminación de los pueblos indígenas. Su crimen, iniciar un proceso soberano dentro del marco revolucionario de 1952, sigue resonando en la Bolivia de hoy, donde los conflictos no son nuevos, sino manifestaciones renovadas de una disputa histórica.

La llegada al poder del Movimiento al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) y de un presidente indígena por primera vez en la historia del país parecía marcar un punto de inflexión. Aunque criticado por diversos sectores, el gobierno de catorce años del MAS significó, para muchos pueblos y naciones originarias, la ruptura del monopolio de la acción política que por siglos estuvo en manos de una élite racializada. Este avance, sin embargo, no fue bien recibido por los poderes económicos, institucionales y sociales cimentados en estructuras coloniales y alineados a los intereses geopolíticos de Estados Unidos.

La actual crisis que sacude a Bolivia no puede entenderse al margen de esta matriz histórica. La exclusión electoral de representantes indígenas, nucleados en organizaciones como la CIDOB, refleja una vez más la negación del reconocimiento político pleno. A esta exclusión se suman las masacres campesinas, el racismo estructural, y hechos como la afrenta simbólica de la “inculta Charcas” en 2008, expresión viva del imaginario colonial que aún persiste en amplios sectores urbanos del país.

Más allá del discurso centrado en los “apetitos personales de Evo Morales”, instalado desde 2018, la disputa política sigue enfrentando a aymaras y quechuas, organizados en un bloque de lucha anticolonial, contra una clase dominante que continúa viendo a los indígenas como “salvajes y paganos”, tal como los calificaron los colonizadores y sus descendientes, reproducido incluso por la narrativa de la presidenta golpista en 2019.

Esta construcción ideológica basada en la exclusión racial ha sido reforzada por sectores “blanquecinos” urbanos que, tras enriquecerse mediante la explotación de los territorios y cuerpos indígenas, han controlado históricamente el aparato estatal. Su rechazo a la reconfiguración del poder es más visceral que ideológico: es una defensa del privilegio sostenido por siglos.

En este contexto, la traición emerge como una constante que atraviesa la historia de los proyectos de liberación nacional. Desde Teoponte hasta Ñancahuazú, pasando por la emboscada a Laureano Machaca, los intereses personales, la inconsistencia ideológica, el oportunismo político y la motivación económica han frustrado intentos de transformar el Estado. Felipe Quispe, figura emblemática del indianismo radical, denunció desde dentro del “proceso de cambio” estas prácticas traicioneras, siendo posteriormente silenciado por los intelectuales blanquitos que despreciaban su frontalidad y coherencia.

No se trata solo de cambiar gobiernos mediante elecciones. Como señala el planteamiento central del debate: “Las elecciones permiten cambiar gobiernos, las revoluciones pueden cambiar Estados”. Esta frase sintetiza la necesidad urgente de mirar más allá de las coyunturas electorales para construir una transformación real del Estado colonial boliviano. Mientras la estructura siga sin reconocer la contradicción histórica anterior al capitalismo moderno, cualquier intento de reforma seguirá siendo superficial.

Los momentos de crisis como el actual deben asumirse como espacios de aprendizaje, donde la acumulación de fuerza social y conciencia política permitan avanzar no en la administración del poder heredado, sino en su reinvención estructural. Solo una mirada descolonizadora, que entienda al Estado como campo de disputa entre proyectos civilizatorios antagónicos, podrá llevar a Bolivia hacia una verdadera emancipación.

La historia nos ha enseñado que los procesos de transformación profunda no se construyen desde la comodidad, sino desde la lucha constante y la claridad ideológica. Bolivia está una vez más ante ese umbral: elegir entre las elecciones y la revolución, entre el acomodo y la transformación, entre repetir la historia o hacerla nueva.

Y.A.