Por: Diana Carolina Julio Márquez.
Uno de los retos contemporáneos más importantes en el campo curricular en América Latina ha sido comprender que la escuela es un escenario donde confluyen múltiples saberes, lenguas, identidades y memorias. Desde esta perspectiva, la noción de currículo emergente propone superar la transmisión mecánica de contenidos estandarizados para responder a las realidades históricas, culturales y sociales de los territorios. Esta visión, impulsada por pensadores como Abraham Magendzo y María Victoria Peralta, plantea que los procesos formativos deben incorporar principios éticos de reconocimiento, justicia social y derechos humanos, permitiendo así una educación que forme ciudadanos activos, críticos y comprometidos con la transformación de sus contextos. Esta línea crítica se conecta con los postulados de Adriana Puiggrós y Alicia De Alba, quien en su obra Currículum: crisis, mito y perspectivas denuncia los mitos del currículo tradicional y propone horizontes formativos que desmitifican el canon occidental, abriéndose a los saberes populares, comunitarios y periféricos.
En el caso colombiano, esta crítica se vuelve urgente frente a las profundas desigualdades regionales, étnicas y de género que configuran el campo educativo. El libro El proceso de configuración del campo curricular en Colombia entre 1994 y 2010, de Adriano Fernández, permite comprender cómo se fueron configurando disputas por el sentido del currículo, en medio de políticas oficiales estandarizadas y experiencias regionales alternativas. Uno de los aportes más significativos del texto es el rastreo de la llamada “Ruta Caribeña” liderada por el profesor Reynaldo Mora Mora, quien propuso una concepción del currículo desde la realidad sociocultural del Caribe colombiano, considerando las voces de comunidades afrodescendientes, campesinas, indígenas, mujeres, jóvenes y educadores populares. Esta ruta no fue simplemente una adaptación de políticas nacionales, sino una construcción situada, participativa y profundamente comprometida con el territorio.
En esa propuesta, se destaca una ruptura con el saber hegemónico y la inclusión de contenidos que respondieran a las realidades vividas por los actores locales: las músicas, los relatos orales, los lenguajes populares, las formas de vida cotidianas, los problemas de violencia, pobreza, desplazamiento y exclusión. Así, se establece un modelo de currículo que no educa en la región Caribe, sino desde ella y para ella, generando un espacio de formación que respete las condiciones históricas y sociales de los estudiantes. Esta perspectiva resuena con la necesidad de construir principios curriculares desde criterios sociales, demográficos y familiares, en diálogo con las comunidades educativas y no desde una lógica tecnocrática o evaluativa impuesta.
Frente a esto, se vuelve necesario cuestionar las políticas educativas estandarizadas, como las pruebas ICFES y Saber, que han sido señaladas por Ángel Díaz Barriga como dispositivos que reflejan una visión descontextualizada de la evaluación, centrada en resultados cuantificables y no en procesos significativos. Según Díaz Barriga, la evaluación debe ser una estrategia para transformar las situaciones reales de nuestros países, no un mecanismo de control o exclusión. Evaluar, en este sentido, no es medir, sino comprender, acompañar y fomentar procesos de reflexión y autonomía. Esto se enmarca dentro del discurso emergente de pensar el currículo como un espacio ético y político, y no solamente técnico.
La configuración de un currículo contextualizado también se relaciona con la noción de paradigma, tal como lo define Thomas Kuhn: un conjunto de creencias y supuestos que orientan la práctica científica en una época determinada. En el campo educativo, podemos identificar varios paradigmas de formación. El paradigma francés privilegia la centralización del saber y la figura del Estado como rector del conocimiento; el paradigma alemán (Bildung) se centra en la formación integral del sujeto, promoviendo la autocomprensión crítica y la reflexión filosófica; el paradigma anglosajón, dominante en las políticas globales, promueve la formación para el hacer, la eficacia, las competencias y los resultados medibles. Frente a estos modelos, el paradigma latinoamericano se erige como una alternativa emergente, que busca humanizar el currículo, reconociendo saberes locales, voces excluidas y prácticas pedagógicas emancipadoras.
Este paradigma latinoamericano encuentra en autores como Alicia De Alba, Ángel Díaz Barriga, Adriana Puiggrós, María Victoria Peralta y Abraham Magendzo una base sólida para pensar un currículo comprometido con la vida, con la cultura y con la transformación social. En este marco, la obra La interpretación de las culturas de Clifford Geertz resulta clave para comprender el currículo como un texto cultural. Según Geertz, las culturas no deben entenderse como sistemas cerrados, sino como entramados de significados que orientan nuestras acciones. Desde esta perspectiva, el currículo no solo transmite saberes, sino que construye sentidos, identidades, visiones del mundo. El docente, en este marco, se convierte en un etnógrafo que debe interpretar los códigos culturales de sus estudiantes para traducirlos en oportunidades formativas. Así, enseñar es también interpretar y dialogar con la cultura.
Todo este pensamiento ha sido impulsado y profundizado por el trabajo del profesor Reynaldo Mora, quien ha promovido durante años en sus clases una comprensión compleja, crítica y situada del campo curricular. Mora ha insistido en que no se puede hablar de calidad educativa sin incluir la diversidad cultural, sin romper con la visión bancarizada del saber y sin construir colectivamente las rutas del aprendizaje. Su propuesta insiste en que todo currículo debe ser sensible a los sujetos reales, a sus territorios, a sus memorias, a sus deseos.
En síntesis, el currículo contextualizado y pertinente no es un simple documento técnico, sino una apuesta política y cultural por reconfigurar la escuela como un lugar de encuentro, dignidad y emancipación. La educación deja de ser un mecanismo de reproducción para convertirse en una práctica de libertad. Y es precisamente desde esta visión que los programas de formación docente, como la Licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad del Atlántico, deben asumir el compromiso de formar educadores con capacidad de leer críticamente el mundo, dialogar con las comunidades y construir, desde la esperanza, un nuevo horizonte educativo para Colombia y América Latina. Este texto hacer parte de los Talleres de Lectura y Escritura en el campo del currículo con estudiantes de Licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad del Atlántico (I-2025).