El Senado descarta la consulta popular laboral por 700 mil millones y al mismo tiempo avala un referendo con idéntico costo para reforzar el poder regional de los políticos tradicionales.
La política colombiana, con frecuencia, parece un show de prestidigitación donde la convención pública se dobla sin remedio ante los intereses de los barones regionales. Este es el caso de la reciente decisión del Senado: primero, sepultó una consulta popular que pretendía ampliar derechos laborales nocturnos y aumentar el pago por horas extras, alegando que destinar 700 mil millones de pesos a esa iniciativa era un “gasto indecente”. Pero apenas dos semanas después, el mismo monto exacto pasó a considerarse una inversión democrática necesaria para financiar un referendo que permitirá a los departamentos manejar directamente los impuestos de renta y patrimonio, fortaleciendo así el poder regional de los mismos políticos tradicionales que habían criticado la consulta laboral.
Este episodio no se resume a un choque de posturas ideológicas ni a una discusión técnica sobre presupuestos. Es la evidencia descarnada de una democracia participativa que se valoriza o se desestima según el beneficio que reporta a las élites políticas. Cuando el propósito consiste en mejorar la vida de los trabajadores, el recurso se convierte en despilfarro moral. Pero si la meta es consolidar los feudos regionales, el mismo monto pasa a ser la panacea democrática.
1. La consulta laboral condenada: cuando los derechos del obrero no pesan
El Senado colombiano enterró con 49 votos el pasado 14 de mayo, la opción de llevar a cabo una consulta popular para que los ciudadanos decidieran sobre reformas laborales que ampliarían derechos nocturnos y elevarían el pago por horas extras. Con este mecanismo, se buscaba que quienes trabajan durante la noche recibieran una compensación más justa y que las horas adicionales se remuneraran acorde al esfuerzo que implica. Sin embargo, los parlamentarios de Cambio Radical, Centro Democrático, Conservador, Liberal, La U y el bloque cristiano se unieron para descartar la iniciativa, argumentando que destinar 700 mil millones de pesos a un proceso de consulta era una “locura” y que ese dinero debía reservarse para programas que ellos consideraran más prioritarios.
Los discursos que acompañaron la decisión dejaron al descubierto la doble vara con que suelen medirse las aspiraciones populares. Senadores como Katherine Miranda y Paola Olguín denunciaron la “jugada política” detrás de la iniciativa, señalando que en plena precampaña presidencial solo se buscaba “activar sentimientos” y agitar la base electoral del gobierno. Para muchos observadores, esas críticas sonaban más a pretexto: cómo la discusión sobre la inversión pública en bienestar obrero podía ser calificada de “indecente” cuando, semanas atrás, proyectos cuestionados con desembolsos mucho mayores fueron aprobados sin mayores reparos. En otras palabras, el índice de “legitimidad fiscal” se mide con la regla de tres: cuanto más incomodan las reformas sociales, más alto se eleva el grito sobre el “costo irracional”.
Con esa votación, se dejó en el limbo a miles de trabajadores nocturnos que sueñan con la equidad en sus salarios. Para ellos, la promesa de aumentar el pago por horas extras no fue sino una quimera frustrada por la misma élite que dice representar al pueblo. La hipocresía parlamentaria se puso de manifiesto: la defensa del erario público solo es rigurosa cuando lo que se plantea amenaza la hegemonía política de los partidos tradicionales, no cuando se trata de proyectos que les reditúen alianzas estratégicas.
2. El referendo bendecido: cuando el control territorial se vista de “participación”
Sin embargo, esa retórica de prudencia fiscal saltó en pedazos cuando los mismos senadores, apenas catorce días después, avalaron un referendo que demandará una cifra idéntica de 700 mil millones de pesos (con estimaciones que incluso ascienden a 750 mil millones) para modificar el artículo 298 de la Constitución. ¿Su finalidad? Entregar a los departamentos la potestad de recaudar y administrar directamente impuestos de renta y patrimonio, que hoy aportan el 53% de los ingresos tributarios nacionales. Es decir: más de la mitad de la recaudación que financia salud, educación y seguridad en el país pasaría a manos de las gobernaciones, reduciendo drásticamente la capacidad del gobierno central de asignar recursos según criterios de cohesión nacional.
El promotor más visible de esa iniciativa es el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, quien ha hecho del regionalismo un estandarte político. Bajo la bandera de la “autonomía fiscal”, el mandatario busca que su departamento disponga de los recursos necesarios para decidir sin intervención de la Presidencia ni del presupuesto nacional. El argumento consiste en persuadir a la opinión pública de que descentralizar la recaudación mejorará la eficiencia y la transparencia administrativa; sin embargo, tras esa fachada se percibe un propósito muy distinto: que los barones locales, especialmente del Centro Democrático y del uribismo, afirmen su poder regional y aseguren su hegemonía política con fondos frescos.
La vocería del comité pro referendo asoma en la figura de Paola Astrid Rivera, exsecretaria del Centro Democrático y esposa del senador uribista Enrique Cabrales. Con ella figura un grupo de precandidatos presidenciales como Juan Daniel Oviedo y Juan Guillermo Zuluaga, quienes han encontrado en este mecanismo una plataforma para expandir su base de apoyo en las provincias. El juego cierra con la constatación de que, de los 23 gobernadores que actualmente gobiernan en el país, apenas tres pertenecen a partidos de izquierda; el resto está en manos de clanes que dominan desde hace años las finanzas departamentales.
La sacudida consiste en presentar este proceso como una cumbre de democracia participativa: se argumenta que, mediante consulta ciudadana, se legitima el traslado de fondos a los territorios, garantizando que cada departamento decida su propio destino con los recursos que genera. No obstante, basta observar la tracalada de diputados, congresistas y concejales que respaldan la iniciativa para entender que, en el fondo, el referendo consolida redes clientelistas que trascienden la gestión directa y se traducen en votos amarrados para las próximas elecciones.
3. La paradoja numérica: un mismo monto, dos realidades contrapuestas
Si se examinan fríamente los números, la disonancia es innegable. En la discusión sobre la consulta laboral, que pretendía costar exactamente 700 mil millones, se blandió el argumento moral de que tal cifra sería una atrocidad fiscal. Se sostuvo que el país no podía permitirse semejante derroche en un mecanismo de consulta que, al final, se entendería como un “beneficio” para un segmento específico de trabajadores. Sin embargo, cuando el plan es reforzar la autonomía departamental y, por añadidura, la influencia de los políticos tradicionales, la misma cifra se escenifica como la garantía para la “participación democrática”.
María Fernanda Cabal y Carlos Fernando Motoa, quienes votaron contra la consulta popular argumentando el riesgo de “activación de voluntades en campaña”, ahora rubrican una ponencia afirmando que facilitar este tipo de mecanismos es “un deber del Congreso”. La incoherencia salta a la vista: la misma discusión sobre el “respeto al erario” muta según convenga. Si el foco está en derechos laborales que favorecen a los trabajadores, el presupuesto es sagrado; si, por el contrario, la iniciativa está orientada a fortalecer el aparato político de gobernadores y alcaldes de derecha, el gasto pasa a ser un acto de virtud democrática.
En síntesis, la ecuación se descompone así:
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Consulta popular laboral
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Objetivo: ampliar derechos nocturnos y mejorar el pago de horas extras para trabajadores.
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Presupuesto propuesto: 700 mil millones de pesos.
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Votación del Senado: 49 votos en contra.
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Justificación oficial: “Gasto indecente”, intento de “jugada electoral”.
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Referendo regional
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Objetivo: modificar el artículo 298 para que los departamentos administren impuestos de renta y patrimonio.
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Presupuesto estimado: entre 700 y 750 mil millones de pesos.
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Estado: ponencia aprobada por los mismos partidos que rechazaron la consulta laboral.
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Justificación oficial: “Inversión democrática necesaria”, profundización de la descentralización.
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Con este simple cruce de cifras, se despliega la esencia de la democracia de doble rasero que impera en muchos sectores de la política nacional. La ambición por blindar los feudos regionales se impone con la misma vehemencia con la que se niega cualquier opción que ponga en jaque los privilegios locales o busque redistribuir la riqueza hacia los trabajadores.
4. Antioquia contra la Nación: el “regionalismo” como cortina de humo
Para entender la gravitación de este referendo, es preciso remontarse a la pugna entre el presidente de la República y el mandatario de Antioquia. Desde que el gobierno nacional optó por no prorrogar la concesión minera heredada de 2001, las relaciones entre el gobierno central y la gobernación paisa han estado tensas. A ello se suman las disputas por los recursos de las vías de cuarta generación (4G), fundamentales para la conectividad del país. En ese contexto, Andrés Julián Rendón ha capitalizado el descontento antioqueño presentándose como el defensor de la “autonomía” frente al centralismo “interventor” de Bogotá.
Sin embargo, esa supuesta defensa de la “antioqueñidad” se disfraza de una estrategia que, en el fondo, fomenta la fragmentación del Estado. Entregar a un solo departamento la potestad de manejar 53% de los ingresos tributarios sin mayor control ministerial implica que, de un plumazo, Antioquia y cualquier otra región con alcaldes y gobernadores afines al uribismo o al conservatismo puedan decidir qué obras se financian, sin rendir cuentas claras. Se alimenta así un “feudalismo fiscal” que socava la solidaridad interdepartamental y erosiona la capacidad redistributiva del Estado.
Los voceros del referendo pintan un panorama idílico: administraciones departamentales más ágiles, proyectos locales más urgentes, menos burocracia. Pero dicho panorama olvida deliberadamente las asimetrías que existen entre regiones. ¿Qué pasará con los departamentos cuyos gobernadores no cuentan con redes políticas sólidas o con historial de corrupción? ¿Tendrán la misma capacidad de gestión? El “regionalismo” aquí se convierte en una trampa: quienes tienen el músculo político y la maquinaria clientelar ganan, los demás quedan relegados. Esa desigualdad, que se disfraza de “empoderamiento local”, recoge los réditos electorales de quienes ya poseen ascendencia territorial.
5. Los engranajes de la maniobra: clientelismo y promesas de lealtad
Lo que muchos analistas denominan la “lógica invisible” del poder tradicional colombiano subyace a cada voto parlamentario. Cuando el Centro Democrático advierte que no logrará imponerse en las urnas en la contienda presidencial, desplaza su estrategia hacia el reforzamiento de su control territorial. En cierta medida, el referendo no es más que un vehículo para:
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Consolidar el poder territorial: entregar recursos ad hoc a las gobernaciones que responden a su militancia.
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Tejer redes de lealtad: alcaldes y concejales que reciban directamente esos fondos se sienten obligados a responder políticamente a quienes les abrieron las arcas.
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Presionar para próximas elecciones: con un flujo constante de recursos locales, los gobernadores pueden armar campañas desde el poder económico, consolidando su clientela.
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Socavar la autoridad del gobierno nacional: si la Presidencia pierde influencia sobre el manejo del gasto público, disminuye su capacidad de negociar políticas transversales en salud, educación y seguridad.
Este engranaje no se monta en la opinión pública con un discurso transparente. Recurre a la retórica de la “participación ciudadana”: se indica que el pueblo decide, que no hay imposición desde Bogotá, que cada región sabrá dónde invertir mejor sus dineros. Sin embargo, el VIP de esta función son los partidos que históricamente han gobernado desde las regiones: Conservador, Liberal, Centro Democrático y Cambio Radical. Ellos saben que, con la “bendición” de un referendo, se allana el camino para reproducir esquemas de clientelismo basados en el relación directa entre gobernadores y beneficiarios de las dádivas estatales.
Mientras la mesa de discusión pública se llena de alusiones a la “democracia participativa”, en privado los lobbies políticos se movilizan para asegurar que los concejales y diputados locales apoyen la iniciativa. El resultado es predecible: un proyecto que aparenta empoderar a la ciudadanía, en realidad, nutre las redes de control político que ya existían.
6. Advertencias económicas: de la “inversión” a la “crisis fiscal”
No han faltado voces técnicas para alertar sobre el desequilibrio presupuestal que acarrearía el traspaso de impuestos de renta y patrimonio. Luis Fernando Mejía, director de Fedesarrollo, ha advertido que esa medida provocaría una crisis fiscal inmediata y estructural, pues el Estado central vería reducidos significativamente sus recursos para financiar programas sociales, salud pública y proyectos de infraestructura de alcance nacional.
Por su parte, Esteban Hoyos, economista de la Universidad EAFIT, ha cuestionado la viabilidad legal del referendo, señalando que viola principios contenidos en la Ley Orgánica de Presupuesto General de la Nación y en la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial. Según él, aunque el pueblo apruebe la reforma en las urnas, los vacíos jurídicos podrían llevar a su nulidad ante la Corte Constitucional. Sin embargo, para los promotores, esos argumentos se contrarrestan con una simple frase: “La voluntad popular está por encima de los tecnicismos legales”.
De este modo, se normaliza la idea de que, si la base electoral levanta la mano, todo vale. Esa lógica socava el principio de pesos y contrapesos, pues la discusión se traslada de la racionalidad fiscal a la retórica de la “mayoría contundente”. Así, los escépticos que señalan la inviabilidad legal pasan a ser “enemigos de la descentralización”. La ingeniería retórica convierte los dilemas técnicos en “dilemas ideológicos”: las objeciones se perciben como ataques a la autonomía local en lugar de planteamientos responsables sobre la sostenibilidad del modelo fiscal.
7. La verdadera encrucijada: feudos contra cohesión nacional
El fondo del debate no se limita a dividir las finanzas entre niveles de gobierno; se trata de una disputa de poder que concentra en las manos de una minoría local un caudal de recursos que, hasta ahora, se administraba desde el gobierno central con criterios de redistribución y equidad. El referendo pretende institucionalizar un esquema en el que los departamentos cuenten con amplísima discrecionalidad para priorizar sus propias necesidades, sin someterse a una agenda nacional unificada. Esto equivale a reforzar un feudalismo moderno donde cada “barón regional” ocupa un territorio con autonomía práctica para decidir en qué invertir los recursos tributarios.
Los grandes afectados serán, irónicamente, los ciudadanos de zonas menos favorecidas: los departamentos sin gobernadores con carisma político o sin estructuras clientelares amplias verán reducidas sus posibilidades de acceso a inversiones nacionales que, hasta ahora, alcanzaban proyectos de cohesión interregional como carreteras nacionales, puentes estratégicos o programas de salud pública de escala nacional. Bajo el referendo, la ecuación se simplifica: “Tú recibes lo que recaudaste; yo, lo que recaudé”; pero la solidaridad entre territorios queda relegada.
Frente a esto, la sociedad civil y los sectores responsables deben preguntarse: ¿hasta qué punto es legítimo que unas elecciones locales condonen una decisión de tal magnitud? ¿Acaso la “descentralización” puede servir de coartada para legitimar transferencias que desfinancian el presupuesto nacional? La respuesta estará en la capacidad de movilización ciudadana para exigir lógica y transparencia, más allá de la retórica vacía de la “participación democrática” cuando es útil y su desaparición cuando no lo es.
8. Hipocresía en primera fila: cuando el gasto público tiene dueño
El contraste entre la consulta popular y el referendo se convierte en una cátedra de doble moral. Cuando políticos repiten el mantra de que “el dinero público no es de nadie y, por tanto, debe manejarse con cuidado”, se refieren a los proyectos que amenazan su dominio. Pero cuando dicho dinero fluye en dirección a sus feudos, el grito de “inversión democrática” retumba con fuerza.
Resulta relevante observar que las justificaciones oficiales suelen centrarse en la supuesta “voluntad del pueblo”. En el caso de la consulta, se argumentó que esta tendría un sesgo electoral y polarizaría en plena precampaña; se insinuó que era un artificio para que el gobierno movilizara simpatizantes. Para el referendo, en cambio, se repite que “el pueblo antioqueño y de las regiones merece decidir su propio destino”. Pero la pregunta clave es: ¿quién representa verdaderamente al pueblo? ¿Los trabajadores nocturnos que claman un salario digno o los gremios locales que buscan acceso irrestricto al presupuesto?
A esta contradicción se suman las voces de quienes advierten que la democracia participativa pasa por la coherencia, no por el oportunismo. La manipulación discursiva permite que, de un día a otro, lo que era pecado se convierta en virtud. Ese vaivén no hace otra cosa que profundizar la desconfianza ciudadana en las instituciones. Cuando los discursos de austeridad y de “respaldo ciudadano” coexisten sin vergüenza en la misma bancada parlamentaria, queda claro que los verdaderos dueños del erario son los partidos que controlan las regiones.
9. El costo ético de la ambigüedad política
En este escenario, la oposición bipartidista (Centro Democrático y Conservador, principalmente) y sus aliados (Liberal, Cambio Radical, La U, cristianos) parecen olvidar que gobernar implica responsabilidad social, no solo cálculo electoral. Al demonizar la consulta popular, dejaron de lado una iniciativa que habría beneficiado a una gran masa de trabajadores. Al mismo tiempo, al promover el referendo, se posicionan como adalides del “empoderamiento local”, aunque, en los hechos, solo refuerzan su propia red de influencia.
Los expertos señalan que, a largo plazo, este tipo de jugadas erosiona la confianza en la política. Porque la política, en esencia, exige coherencia: si un proyecto representa un beneficio general—como incrementar ingresos laborales para quienes hacen turnos nocturnos—no debe descartarse por un cálculo electoral. Y si otro proyecto involucra una readecuación fiscal que impacta en el sostenimiento de servicios públicos nacionales, no debería presentarse como “democracia participativa” cuando en realidad busca asegurar clientelas duraderas.
El costo ético radica en que los ciudadanos perciben que, en Colombia, la democracia es un mecanismo de snapshots: se decide por el momento, por el beneficio inmediato que extraigan los barones políticos. La palabra “participación” deja de ser un principio y pasa a convertirse en un instrumento de acumulación de poder para quienes controlan los hilos del presupuesto.
10. Hacia un final abierto: ¿aceptará el país esta función de marionetas?
La última pregunta, que retumba en las calles y en las redes sociales, es si los colombianos tolerarán que la democracia participativa se ofrezca a “precio variable”. Porque, a fin de cuentas, el drama no consiste simplemente en si el referendo será aprobado o no. El verdadero debate gira en torno a si la ciudadanía está dispuesta a aceptar que los recursos públicos se conviertan en moneda de cambio para garantizar la pervivencia de los mismos políticos tradicionales que, apenas hace un par de semanas, rechazaron destinar esos fondos a mejorar las condiciones laborales de los ciudadanos.
Si la iniciativa progresa y los departamentos pasan a administrar _53% de los ingresos tributarios__, la estructura de poder local se consolidará de forma irreversible. Los gobernadores que obtengan el respaldo del referendo se erigirán en dictadores fiscales de facto, con capacidad para adjudicar contratos, definir prioridades de inversión y reforzar clientelas. Será una transformación silenciosa, pues quien controlará el presupuesto no tendrá que rendir cuentas a las instancias nacionales de control: bastará con responder ante el barón regional y su círculo de influencias.
Los críticos más mordaces advierten que, bajo tal esquema, la noción de Estado unitario se diluirá: Colombia se fragmentará en mini repúblicas departamentales, cada una con su propio timonel fiscal. Las implicaciones para la solidaridad nacional son preocupantes: en lugar de unificar criterios de desarrollo, reforzaremos desigualdades históricas. Los departamentos con mayor capacidad de recaudo y tradición institucional seguirán prosperando, mientras que los más rezagados languidecerán.
Para evitar este escenario, los opositores al referendo convocan a la sociedad civil a exigir claridad: si realmente se trata de “democracia participativa”, que se conditional la reforma a la existencia de mecanismos robustos de rendición de cuentas, contraloría ciudadana y límites claros al uso discrecional del presupuesto. Sin embargo, esa voz crítica choca contra la maquinaria del clientelismo que, con cada paso, allana el camino hacia una nueva centralización de poder, solo que en manos locales.
La confianza en juego
Lo que sucede en estos días, con la sucesión de la consulta popular fallida y el avance del referendo, refleja mucho más que decisiones aisladas sobre el uso de 700 mil millones. Es la prueba fehaciente de que, en Colombia, la democracia se ajusta al interés de quien ostenta el poder. Cuando los ciudadanos buscan mejoras laborales, el presupuesto se califica de indecente; cuando los gobernadores pretenden ampliar su caja regional, el mismo monto se eleva a la categoría de “inversión democrática”.
En este teatro de la política, los espectadores somos nosotros: trabajadores, estudiantes, pequeños empresarios, jóvenes con futuro incierto. Nos vemos enfrentados a una disyuntiva básica: ¿nos resignamos a ser meros peones en la partida de ajedrez que juegan los barones regionales? ¿O levantamos la voz para exigir que la democracia participativa sea un espacio real de decisión, no una herramienta de las élites para perpetuarse?
Si la respuesta social es débil, el resultado será una concentración de capacidades fiscales en manos de quienes ya han demostrado su capacidad de manipular las reglas a su favor. Si la reacción ciudadana es contundente—movilizaciones, debates públicos, propuestas alternativas—podríamos revertir este proceso y obligar a los congresistas a rendir cuentas auténticas sobre el destino de los recursos. Solo así la etiqueta de “participación” volverá a tener sentido.
En última instancia, la decisión sobre la vigencia del referendo no debe entenderse como un simple referendo más, sino como un plebiscito sobre la forma en que construimos nuestra democracia. ¿Queremos un Estado donde los recursos se manejen con criteriosa planificación nacional, con solidaridad entre territorios y con controles efectivos? ¿O aceptaremos que la política se convierta en un negocio de barones regionales donde, parafraseando a Marx, “la propiedad de los medios de producción” se reduce a la propiedad de la caja departamental?
Mientras tanto, la consulta laboral yace congelada, sin fecha de resurrección, y el referendo sigue su curso en pasillos y comisiones. El futuro de la democracia participativa se decide entre discursos de conveniencia y estrategias de clientelismo. Pasarán los días, se contarán votos y se propondrán enmiendas, pero el verdadero enfrentamiento se librará fuera de las urnas, en las calles y las plazas, donde los ciudadanos deben reclamar su derecho a una política coherente, transparente y verdaderamente al servicio de la mayoría.
Y.A.