Suicidio colectivo en América Latina

Por JUAN C. CAMACHO C

En diciembre del año 1998 Venezuela se suicidó, así lo expresaría el recién fallecido Premio Nobel de Literatura, el genial Mario Vargas Llosa («El suicidio de una nación», Diario El País de España, 1999), al elegir a un populista, demagogo, clientelista y corrompido ser llamado Hugo Chávez que, en olor de santidad, ganaría la presidencia de ese país hasta su muerte el 5 de marzo del año 2013.

En ese periodo de un poco menos de trece años, el sátrapa destruiría a esa nación en lo moral, lo político, lo económico, lo social y lo cultural. Y, a pesar de haber recibido una cantidad inimaginable de dólares provenientes de un boom petrolero asombroso, el país se sumiría en un franco camino a la miseria que hasta el día de hoy lo convierten en el experimento socialista fracasado más destacado de finales del siglo XX y comienzos del Siglo XXI.

Hoy, cuando el mundo avanza entre la Inteligencia Artificial y la Realidad Virtual, nos encontramos aún en medio de la incertidumbre de cómo Venezuela podrá desprenderse de la profunda corrupción y crimen que pulula en los estamentos políticos de esa nación. Ese “cambio” prometido por Chávez a las masas ignaras de esa nación, que fue apoyada por los inefables pseudointelectuales de la rancia izquierda vernácula y que llegaba a raíz del cansancio de los venezolanos de cuarenta años de gobiernos socialdemócratas profundamente corruptos ha sido una pesada lapida que terminó desencadenando un éxodo masivo de ciudadanos que terminaron llegando a diversos destinos del planeta con su carga de tristeza, resignación e impotencia frente a una dictadura que parece inamovible.

Y, aunque los medios de comunicación progresistas y una piara de bodegueros virtuales asalariados afirman que Venezuela es el nuevo paraíso de la dignidad socialista, así como afirmaban y lo siguen haciendo diciendo que Cuba es el mar de la felicidad y que China es un ejemplo claro del triunfo de las ideas de la izquierda.

Todo lo anterior es tan solo una orgía intelectualoide de falacias tarifadas que en nada ayudan al ciudadano promedio de otras naciones a entender la trágica acción de las utópicas ideas de izquierda, en aquellas naciones donde esos parásitos políticos se aferran a la piel de dichos territorios y absorben con perversidad la sangre de las venas impidiendo el desarrollo y la prosperidad. Pisoteando, al mismo tiempo, la libertad, defecando sobre el derecho a la vida y apropiándose con sevicia de la propiedad privada que ha sido ganada con trabajo y sacrificio por aquellos que no se arrodillan frente a la despreciable figura del Gran Hermano que nace de la vulgar estrategia del culto a la personalidad.

Venezuela, igual que Cuba, es una ficción muy bien vendida gracias a las virtudes de un aparato propagandístico monumental que, aplicando a pie juntillas los once despreciables principios de la propaganda de Goebbels, han logrado hacer creer a muchos bobos congénitos de la izquierda mundial que el Socialismo del Siglo XXI funciona cuando la realidad es que esa nación sufre de apagones continuos, que la gente sobrevive, pues, las tasas reales de pobreza se ocultan bajo un manto de mentiras y eufemismos, que los presos políticos desfallecen en las oscuras mazmorras del régimen, que el dinero circulante es producto del lavado de dólares del narcotráfico y del movimiento monetario de multinacionales del crimen y del terrorismo, que aún siguen saliendo venezolanos en busca de otros horizontes en los que lograr una mejora en su calidad de vida, que la educación pública solo genera analfabetos funcionales y que el paternalismo del estado solo genera un pensamiento basado en la limitada visión de “el estado me subsidia” y obliga a muchos ciudadanos a depender de las migajas que caen de la opulenta mesa en la que los sátrapas que gobiernan disfrutan de suculentos festines.

Pero el mundo, lejano y ajeno, no observa como nuestras naciones se hunden en la miseria que, al final, es culpa de nosotros mismos; somos culpables de llevar al poder a populistas y mentirosos, somos culpables por creer que nuestra idiosincrasia es una virtud, pues, somos desordenados, poco disciplinados, proclives a la corrupción como herramienta de vida, negados a crecer culturalmente e intelectualmente, apegados al populismo barato, a la demagogia estupidizante y al clientelismo más burdo. Se elige a personajes siniestros de la izquierda que dicen representar un cambio y realmente son tan solo una piara de delincuentes políticos que vienen a usufructuar los recursos públicos en provecho propio mientras los aborregados seguidores los aplauden en la plaza pública.