¿Para qué ha servido el reloj en el campanario de La Catedral de Santa Marta?

_Después de 50 años, pusieron uno nuevo, en la víspera de su cumpleaños 500._

Por Álvaro Cotes Córdoba

Recuerdo, cuando era un muchacho, que siempre escuchaba a los mayores, haber ido nadando desde la orilla del mar en la playa del centro de Santa Marta hasta el reloj.

Yo ingenuamente y con mi imaginación aún muy mía, sin explotarla, creía que llegaban hasta un reloj gigante que yacía en el fondo del mar y el cual se podía ver si se llegaba nadando hasta la mitad de la distancia entre la playa y El Morro, en el hondo, que era en donde se podía ver el famoso reloj.

Cuando tuve los 17 años y me consideraba un experto en conocer todos los recovecos de las playas de Santa Marta y El Rodadero, me propuse junto con dos amigos de mi edad, Piky y Putur, nadar hasta el hipotético lugar donde se veía el supuesto reloj.

Nos fuimos con un neumático de llanta de carro semi inflado, para que la corriente marina y la brisa de la superficie no nos llevara hacia donde no queríamos. Cuando llegamos al lugar imaginario, no vimos ningún hp reloj.

Desilusionados, seguimos hacia otra aventura más: llegar hasta la boya o el faro flotante, el más lejano de los únicos dos que todavía existen en la bahía samaria y los cuales sirven de guías a los barcos y transatlánticos que atracan y zarpan del puerto de la ciudad. Fue toda una odisea, pues mientras dos nadaban, uno descansaba sobre el neumático, marcando el rumbo.

Cuando por fin llegamos, después de una hora, encontramos en ese faro flotante a un viejo zorro pescador, supuestamente descansando, mientras tenía su bote amarrado a la estructura metálica del faro danzante.

No fue fácil subirse al tanque que sostiene a ese faro, porque estaba resbaloso, ya que continuamente recibe los excrementos de los pelícanos que suelen pasarse en él durante sus faenas de pesca a lo largo y ancho de la bahía. El veterano pescador nos ayudó, tendiendonos una mano.

Luego de un rato corto, se despidió de nosotros y nos dio un consejo: que no nos fuéramos de regreso a la playa con dirección a la misma, sino con rumbo al puerto, porque si lo hacíamos nos iban a recoger en Bocas de Cenizas por la traicionera corriente marina.

Y antes de bajar de aquel tanque flotante, el cual está atado al fondo infinito de la arena blanca con una cadena de gruesos eslabones llenos de algas marinas, le preguntamos en dónde era que se veía el reloj, por el cual habíamos ido hasta a ese faro y no lo habíamos visto y entonces nos respondió con una sonrisa burlona:

— Pelaos, el reloj no está en el mar, sino en La Catedral. Cuando dicen que van a nadar hasta el reloj, se refieren a que nadarán hasta un lugar sobre la superficie del mar de donde se logra ver el reloj de La Catedral.

Se trata de un sitio indeterminado, incluso si uno se pasa de ese lugar o antes, no se puede ver el reloj de La Catedral y menos desde el faro. Por eso se tiene que ir nadando e ir mirando constantemente hacia la ciudad, hasta alcanzar a visualizar el reloj.

Para eso era que nos servía en esos tiempos el reloj de La Catedral, además de usarlo como burla, cuando veíamos a amigos con relojes de pulso grandes. Les decíamos: “Tú reloj se parece al de La Catedral”.

Sin embargo, nunca nos sirvió para conocer la hora, porque siempre estaba dañado. Desde que tuve conciencia nunca lo vi funcionando ni a la hora correspondiente. Cincuenta años después, en la víspera de los 500 años de la urbe, cuando todo el mundo lleva la hora en las manos, en sus celulares, por fin lo cambiaron por otro nuevo. Ahora falta ver cuánto tiempo dure y cuánto tiempo perdure después, para ser reemplazado por otro, cuando el nuevo de los 500 años dejé de funcionar.