
La llegada del Buque escuela de la Armada Española marca el inicio de las festividades, pero también pone en evidencia una profunda disputa por el relato histórico y el modelo de ciudad que se quiere construir.
Por: Redacción.
DIARIO LA LIBERTAD.
Con la llegada del Buque escuela de la Armada Española, Santa Marta dio inicio a las celebraciones de sus 500 años de fundación. El acto protocolario fue recibido con aplausos por sectores oficiales, pero también con cuestionamientos por parte de ciudadanos y organizaciones sociales que ven en esta conmemoración más una reafirmación de privilegios históricos que una reflexión crítica sobre el pasado. En medio del entusiasmo institucional, lo que está en juego es algo más profundo: una disputa por el sentido de la historia y el control del relato político en la ciudad más antigua de Colombia.
La narrativa promovida desde la Alcaldía de Santa Marta ha insistido en una idea de “memoria compartida”, con un enfoque que romantiza el pasado colonial y enaltece los vínculos con España, dejando en segundo plano los aspectos más dolorosos de la historia: el genocidio indígena, la esclavitud, el despojo y las resistencias populares. Esta visión oficial ha derivado en una celebración elitista, marcada por actos simbólicos que poco o nada tienen que ver con las prioridades estructurales de la ciudad.
Mientras se invierten recursos en la escenografía del espectáculo, miles de samarios siguen sin acceso a agua potable, padecen inseguridad ciudadana y enfrentan condiciones precarias de vida. En lugar de promover un espacio de reconocimiento histórico, reparación simbólica e inclusión social, la conmemoración reproduce la lógica de exclusión de siempre, en la que lo importante es mostrar, no transformar.
Lejos de propiciar una mirada crítica al pasado, la celebración ha sido utilizada como una plataforma de validación para las élites políticas tradicionales, que aprovechan el evento para reforzar su influencia, perpetuando un modelo de gestión desconectado de las necesidades reales del territorio.
La paradoja es evidente: mientras en Europa una empresa extranjera litiga por los derechos de una marca colombiana, en Santa Marta se rinde homenaje a quienes llegaron hace cinco siglos a imponer una cultura, una religión y un poder a sangre y fuego. Hoy, ese despojo histórico parece continuar, aunque bajo nuevas formas: el mercadeo de la memoria, la instrumentalización de los símbolos y la exclusión de los sectores populares de cualquier narrativa oficial.
El malestar ciudadano no ha tardado en manifestarse. Diversos sectores denuncian la falta de participación, la ausencia de voces indígenas, afrodescendientes y campesinas, y el énfasis desmedido en la estética por encima de la reflexión. Para muchos, estos 500 años no deberían ser motivo de fiesta, sino de revisión crítica, de resignificación histórica y de construcción de una memoria verdaderamente plural.
En el fondo, la celebración ha expuesto una tensión entre dos modelos de ciudad: uno que apuesta por el marketing urbano y la continuidad de las viejas élites, y otro que exige una Santa Marta con dignidad, inclusión y justicia social. Este conflicto se expresa en los discursos, pero también en las calles, donde los samarios siguen exigiendo lo básico: agua, seguridad y oportunidades reales de vida.
El símbolo del barco español atracado en la bahía es elocuente: habla de un pasado que no ha sido superado, de un presente que se repite y de un futuro que depende de la capacidad de la ciudadanía para construir su propio relato, con voz propia y sin tutelajes. A 500 años de su fundación, Santa Marta no necesita un espectáculo para ser reconocida: necesita un proyecto de ciudad que ponga en el centro a su gente y su historia viva.
Y.A.