La ofensiva contra la fiscal Luz Adriana Camargo revela un patrón estructural de poder que busca perpetuar la impunidad en las altas esferas del país, bajo la fachada de argumentos legales sin sustancia.
Mientras Colombia asiste al avance del caso Álvaro Uribe, una jugada silenciosa pero cuidadosamente calculada se gesta en los corredores del Palacio de Justicia. No se trata de una simple controversia legal: es una embestida política disfrazada de tecnicismos jurídicos para sacar del camino a la fiscal Luz Adriana Camargo, una funcionaria que ha demostrado no plegarse ante intereses de los poderosos.
En su columna reciente, la periodista Cecilia Orozco describe con precisión quirúrgica cómo se está desplegando una maniobra para invalidar la elección de Camargo. En el centro del ajedrez aparece la magistrada Gloria María Gómez Montoya, del Consejo de Estado, quien decidió anticiparse a una sentencia sobre una demanda presentada por supuestos estudiantes de derecho. La premura y el contenido de esta acción llaman poderosamente la atención.
Los argumentos de la demanda rozan lo absurdo: que la elección fue influida por manifestaciones callejeras, que el presidente Gustavo Petro no podía postular candidatas por tener un hijo investigado por la Fiscalía, que la terna estaba incompleta, y, como remate, que se violó la equidad de género por haber solo mujeres en la terna. ¿Dónde estaban esos defensores de la paridad cuando durante décadas las ternas eran exclusivamente masculinas?
Más allá de su aparente fragilidad jurídica, estos señalamientos revelan una verdad incómoda: el objetivo nunca fue garantizar justicia, sino restaurar el control institucional sobre el aparato investigador. La fiscal Camargo representa una amenaza para quienes por años han logrado mantener intacta una red de impunidad que ha cooptado sectores clave del Estado.
Este patrón no es nuevo. Forma parte de lo que puede denominarse el Ciclo Secreto: una estructura invisible pero eficaz, en la que las élites políticas instalan sus fichas en el sistema judicial, y, ante cualquier intento de independencia, activan mecanismos de presión o remoción.
Según un análisis sobre corrupción estructural citado en la columna, “los mecanismos legales y políticos en Colombia han favorecido tradicionalmente a los gobernantes. Desde el aforamiento hasta la lentitud judicial, pasando por la burocracia como escudo, el sistema está diseñado para proteger a la élite política”. La independencia judicial se convierte así en un obstáculo que debe ser removido.
La aceleración de esta ofensiva contra Camargo no es fortuita. Coincide con el avance de procesos sensibles, como el del expresidente Uribe, y con una creciente presión mediática promovida desde sectores que históricamente han intentado capturar las instituciones. El Consejo de Estado, con una tradición de fallos adversos al actual gobierno, parece actuar dentro de este engranaje.
La persecución judicial a Camargo no es un evento aislado, sino un capítulo más de una novela larga y peligrosa: la lucha por determinar quién puede y quién no ser investigado en Colombia. Como lo afirmó el académico Alejandro Nieto, “la corrupción estructural no es una colección de casos individuales; es una práctica integrada al funcionamiento del Estado”.
Frente a este panorama, la sociedad permanece inmóvil, víctima de lo que podría llamarse “la parálisis del espectador”. Esta desmovilización no es casual. Ha sido cuidadosamente alimentada por el discurso del “todos son iguales” y por décadas de frustración democrática. El resultado: una ciudadanía descreída, que observa cómo el sistema se hunde sin levantar la voz.
Pero la situación exige algo más que indignación pasiva. Si queremos romper con este ciclo vicioso, es urgente pasar a la acción: exigir mecanismos de control ciudadano, proteger a los denunciantes, eliminar privilegios judiciales, y sobre todo, defender a quienes, como Luz Adriana Camargo, se atreven a investigar sin mirar apellidos ni filiaciones.