Por: Rafael Rebolledo Gil
Querido Pepe:
A veces uno necesita mirar al sur del sur para recordar que aún existen hombres que dignifican la política, que la convierten en poesía cotidiana, en acto de amor hacia los más sencillos, en ejemplo vivo de coherencia. Usted, Pepe, fue y seguirá siendo uno de esos raros imprescindibles.
Hoy te vas, pero no hacia la muerte. Te vas hacia ese rincón del universo donde descansan los justos. Te marchas con los bolsillos vacíos, como viviste, pero con el corazón del continente latiendo en tu nombre.
Desde tu austeridad luminosa, desde la ternura con la que hablaste del campo, de tu compañera, de los sueños rotos y de los que aún se deben parir, nos enseñaste que se puede ser libre incluso después de haber estado preso, que se puede ser revolucionario sin perder la calma, que se puede gobernar sin dejar de ser humano.
No hay tumba que encierre a un hombre que supo ser semilla. No hay despedida suficiente para quien hizo de la política un acto de servicio, de la cárcel una escuela, del poder una herramienta para sembrar dignidad y memoria.
Fuiste faro cuando todo era niebla, fuiste abrazo cuando el poder se volvió puño, fuiste testimonio vivo de que la revolución no está en el grito, sino en la coherencia. Y tu voz baja, firme y honesta, seguirá resonando como faro en los tiempos oscuros que vendrán.
Aquí quedamos, Pepe, recogiendo las migas de humanidad que dejaste a cada paso, prometiendo no olvidarte, no claudicar, no vendernos. Aquí seguimos, en esta América Latina aún herida, aún esperanzada, aún soñadora.
Descansa, viejo sabio. O mejor: vuela. Porque tú no mueres. Tú te haces infinito en la conciencia de los pueblos. Gracias, Pepe. Por tanto. Por siempre. Con amor, respeto y gratitud