Brujas, Soledad, abandono e indiferencia

Lucho Paternina Amaya

Lucho Paternina Amaya

Supe por primera vez de la existencia de brujas por cuenta de mi abuelo que me narraba historias para no creer, pero que ante el miedo que produce el misterio, a un niño no le queda otra salida que envolverse en la cobija para protegerse de ellas que, montadas en palos de escoba, en las noches revoloteaban sobre los techos de las casas asustando incrédulos. Después me ilustré con el libro ‘La Bruja’ de Germán Castro Caicedo sobre su existencia en alguna parte del país. Ahora en la FILBo el periodista Mario Villalobos lanza un par de libros que titula ‘Confesiones de la Bruja’ y ‘El Legado de la Bruja’, que hablan de cómo Sofía, reputada la Bruja más poderosa de Colombia, fue consultada por mafiosos, guerrilleros, criminales, esmeralderos y políticos de reconocido poder nacional, todos dominados por el temor de no estar asegurados de otros poderes que podrían derrumbar sus reinados.

La influencia de estas intérpretes del mal usando magia negra o blanca para atraer y conservar el bien, ha quedado en el espectro del mundo esotérico que hasta niños y adultos recuerdan con diversas celebraciones todos los 31 de octubre como el día de las brujas con una connotación diferente,  más parecido al «legado» de Sofía, la Bruja mayor del cual nos habla el periodista en su segundo libro, cuando se aparta de la maldad para comulgar con el poder del bien y con la fiesta que debe ser la vida en todas sus expresiones, antes que ponerse al servicio de portadores mensajeros de la oscuridad dispuestos a permanecer en ella sin importar el terror engendrado con sus acciones , solo al servicio del caudal de riqueza espuria que exhiben.

Pero como si el tema me persiguiera, el escritor mojanero Miguel Gómez Osorio me acaba de hacer llegar el voluminoso libro ‘Brujas de Majagual destierran a las monjas de la Santa Laura’. Entonces escruto sus 466 páginas para encontrarme con una prosa alegre cuando acude a las figuras literarias, pero la mayor parte de la lectura, sin perder su ritmo, se me torna como la crónica de una realidad que resiste el poblado, y que desde la segunda década del siglo pasado hasta nuestros días, sigue siendo igual de ignorada y expuesta al sufrimiento de navegar en las necesidades primarias sin resolver, así como transitar en las aguas que rompen diques, murallas naturales y malecones artificiales que inundan la región  aumentando su tormento.

Efectivamente, aquellas brujas convertidas en presagios oscuros para el sosiego de la población, consiguen expulsar a las monjas que se movían siempre propensas a practicar el bien y abrir caminos de progreso, desterrando también con ellas la esperanza por un futuro menos hostigante.

Nos dice el escritor que una vez que las monjas se fueron de “aquel lugar abandonado de la mano de Dios y las autoridades …se sumaría pronto algo peor, la presencia abrupta de la política, el poder y la corrupción”. Entonces aparece el padre español José Gavaldá abriendo un boquete conocido como la boca del cura que envalentona las correntías de aguas en época invernal, acabando con la tranquilidad, la economía y hasta con la vida de aquellos seres herederos de leyendas que permanecen en el imaginario colectivo como terapia para mitigar las dolencias que ninguna ideología ni creencia religiosa ha enfrentado con éxito hasta superarlas. Entonces se cierra la Boca del Cura, pero se abren otras con sonoros nombres para que la tragedia siga sobreviniendo cíclicamente al vaivén de “promesas, sobornos, engaños, coimas y elecciones, donde el sistema está por encima del elector que fomenta la corrupción”, cómo nos dice el cronista mientras nos habla de brujas y otros bichos que ni las “oraciones libertadoras de San Cipriano” han exorcizado el embrujo de la indiferencia por La Mojana.

Se me antoja pensar que este libro es más que hablar de brujas y monjas, es el retrato de una región sin dolientes que no fuesen los mismos mojaneros, de recursos limitados para aliviar el dolor de tener que seguir prendidos de la esperanza que en cada inundación agoniza, pero que nuevamente renace en los veranos para continuar resistiendo como la hicotea, la indiferencia de los “gobiernos que implementan la doctrina de la ambigüedad”, como lo señala el escritor, impidiendo que el curso de la historia que le ha tocado a La Mojana tenga su dinámica natural y no la que protagonizan su habitantes que sí se bañan dos veces en las mismas aguas desafiando el dictado de la evolución,  seguramente porque son «anfibios», cómo los denominó el presidente, para permanecer condenados a cien años más de soledad sin que las brujas, ni el poder central bogotano, faciliten la aseguranza que conjuren el desdén con que miran a La Mojana olvidándose de su importancia como  la gran región de la riqueza, la magia, la cultura y, no puedo dejar de reconocer, la asombrosa imaginación de su gente.