Secuestros, paros armados, desplazamientos, extorsiones y asesinatos golpean sin tregua al Chocó, mientras la ciudadanía exige respuestas urgentes del Gobierno Petro ante el colapso de la seguridad y la institucionalidad en el departamento.
En el departamento del Chocó, la esperanza parece haberse desvanecido bajo el peso de la violencia que azota sin piedad a sus municipios y comunidades. La situación actual ha despertado los peores recuerdos de los años más cruentos del conflicto armado en Colombia, con escenas que parecían parte del pasado: quema de buses, secuestros, paros armados, extorsiones y desplazamientos forzados.
La diferencia, según advierten líderes sociales, es que ahora el conflicto ha penetrado no solo las zonas rurales, sino también los centros urbanos, en especial Quibdó e Istmina, donde la criminalidad ha echado raíces profundas.
Uno de los episodios más alarmantes ocurrió el pasado 26 de abril, cuando fue secuestrado Arnold Rincón, director de la Corporación Autónoma Regional del Chocó (Codechocó), en la vía entre Quibdó e Istmina, en un sector conocido como Rancherías. Su retención se suma a la de otros dos ciudadanos secuestrados días después en cercanías con Risaralda. “Estamos ante una frontera muy peligrosa en la que no pueden salirse con la suya los violentos”, declaró con firmeza Nubia Carolina Córdoba, gobernadora del Chocó.

Las terminales de transporte en ciudades como Medellín y Cali han reducido los viajes hacia Chocó a tan solo dos rutas diarias por el temor de que los vehículos sean atacados o incinerados. Las empresas de transporte intermunicipal y los viajeros particulares no encuentran garantías para transitar con seguridad.
Los grupos que están detrás de esta espiral de terror son viejos conocidos del conflicto: el ELN, el Clan del Golfo, y las disidencias de las FARC lideradas por Iván Márquez e Iván Mordisco. Estas organizaciones han establecido alianzas estratégicas para repartirse el control territorial. Mientras que el ELN domina el Bajo, Medio y Alto San Juan, el Clan del Golfo ha penetrado el Chocó desde Antioquia y el Bajo Cauca. La minería ilegal, la producción y tráfico de droga, y la ubicación estratégica del departamento –con costas en dos océanos y frontera con Panamá– lo convierten en un botín codiciado.
Pero el rostro más dramático de esta violencia lo vive la población civil. En Quibdó, según organizaciones sociales, más de 600 jóvenes han sido asesinados en los últimos cinco años. Las extorsiones se han convertido en una práctica cotidiana: desde el vendedor ambulante hasta quien desea reparar su vivienda debe pagar una “vacuna” a las pandillas locales, patrocinadas por los grandes grupos armados ilegales. “Primero disparan a la casa. Luego, van por la vida”, relata un líder comunitario.
La economía local está en ruinas. Sin multinacionales ni grandes empresas productivas, la extorsión ha obligado al cierre de negocios formales. En 2023, Quibdó registró una tasa de desempleo del 28,4%, la más alta del país, según cifras del DANE.
A esta realidad se suma el accionar de bandas como los Locos Yan y los Mexicanos, quienes ahora compiten con otras pequeñas organizaciones criminales por el control del territorio urbano. Estas células son utilizadas por el ELN y el Clan del Golfo para trasladar la guerra del campo a la ciudad, extendiendo el miedo y la zozobra.
La situación en la ruralidad no es menos desoladora. Mientras se escribía este reportaje, el ELN decretó tres días de paro armado en la subregión del Baudó, donde ya se registraban intensos enfrentamientos entre distintas estructuras armadas. “Nos preparamos para asumir la atención humanitaria que con certeza implicará esta nueva escalada de violencia”, advirtió la gobernadora Córdoba en sus redes sociales.
Los paros armados en Chocó implican el encierro total de la población. Nadie puede salir, ni siquiera para conseguir alimentos o medicinas. El comercio se detiene, los hospitales se aíslan y la educación se paraliza. “Esto no se vivía desde 2010. Pensamos que era parte del pasado, pero volvimos al mismo horror. Aquí nos sentimos solos, abandonados”, expresó Francisco Mena, líder social.
Este clima de terror ha obligado a miles de personas a desplazarse hacia departamentos vecinos como Antioquia y Valle del Cauca. Los padres ya no encuentran otra salida que sacar a sus hijos de la región para evitar que sean asesinados o reclutados por grupos armados. “Si usted quiere a su hijo, debe sacarlo de aquí. Si no lo hace, lo pierde”, dice un habitante de Istmina, con resignación.
En medio de esta tragedia, la gran pregunta que resuena en las comunidades, en los pasillos de las escuelas clausuradas, en los terminales vacíos y en las calles enmudecidas es: ¿Dónde está el Gobierno Petro? ¿Dónde están los programas de Paz Total que prometían soluciones estructurales para territorios históricamente golpeados como Chocó?
La ausencia del Estado, tanto en lo militar como en lo institucional, ha sido reemplazada por estructuras armadas que imponen su ley a sangre y fuego. Las respuestas han sido débiles, tardías o inexistentes. Ni las recompensas, ni los consejos de seguridad, ni las marchas han devuelto la libertad a los secuestrados ni han frenado la escalada criminal.
Mientras tanto, Chocó se desangra, a la espera de una intervención seria, coordinada y humana que devuelva la tranquilidad a sus habitantes y reconstruya el tejido social destruido por décadas de abandono y violencia.
Y.A.