Por: Jaime Luis Charris.
El abogado, escritor y magister en lectura y escritura, es también un destacado acordeonero que se deleita en analizar el anecdotario de uno de los más bellos géneros musicales que ha dado Colombia, debilidad reconocida de, por ejemplo, el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.
A pocos días de que se inaugure el evento más importante y significativo de la música vallenata, conviene escuchar una vez más (en mi caso por enésima vez) el “paseo bien tocado” de Rafael Manjarrez Mendoza. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la bellísima canción Ausencia sentimental. En un fragmento de esta obra, el maestro Manjarrez le pide con desespero a sus amigos que le traigan razones de las “anécdotas y los cuentos buenos que son costumbres de allá”. Algunas de esas aventuras están retratadas en publicaciones como el número 205 de marzo de 2019 de la revista El Malpensante, en el cual se cita una de las más recordadas.
En la edición mencionada, dedicada en exclusiva al Vallenato, está incluido un artículo de la autoría de la escritora Maria Matilde Rodríguez Jaime, titulado Alejandro Durán, el rey que se destronó a sí mismo. Este texto es un fresco de corte biográfico sobre el más grande de los juglares, en donde se hace un recorrido por sus orígenes, vivencias y, sobre todo, su relación con el acordeón, el instrumento musical que le acompañaría hasta su última morada, tal como él mismo lo había pedido a través de la puya Pedazo de acordeón. Al final, se rememoran los sucesos de 1987, en cuyo marco, durante la competencia por la corona de Rey de Reyes, Durán ejecutó la puya de la petición. Pero lo que marcó el acontecimiento no fue la ejecución, sino el hecho de que, durante esta Durán se detuvo súbitamente para hacer un anuncio que trascendería la historia de los festivales: “Pueblo, me he acabado de descalificar yo mismo”. Esta es y será la reflexión autocrítica más imponente que acordeonero alguno haya realizado en toda la historia.Basta con teclear en un buscador de internet las palabras clave “Alejo se descalifica” o “El día en que Alejo se descalificó”, y así acceder a los cuarenta segundos que duró el episodio. El gesto tiene muchas interpretaciones, entre ellas la que se enuncia en el artículo previamente citado, que lo analiza como una cuestión de integridad. Sencillamente, Durán no se “permitió un error imperceptible aun para los mismos expertos”, conjetura Rodríguez Jaime.
En todo caso, de esta manera el histórico maestro fraguó la pérdida de la corona como Rey de Reyes, que recaería finalmente sobre Colacho Mendoza. La situación es especialmente llamativa porque Alejo no reconoció su fallo frente al jurado, sino frente al “pueblo”, un hecho que quedó establecido en su lacónico discurso: “Pueblo, me he acabado de descalificar yo mismo”. Sin entrar en un debate filosófico acerca de las diferencias entre integridad y autocrítica, lo más importante de esta experiencia es el compromiso que se adquiere con el arte o disciplina con la que se tenga un vínculo serio.
El Negro Alejo (como él mismo se hacía llamar en sus composiciones) lo tenía clarísimo. Su ejemplo es la excusa perfecta para reflexionar en torno a disquisiciones como las siguientes: ¿Cuántos estamos dispuestos a poner en evidencia algún error en la disciplina que desempeñamos, por imperceptible que resulte? ¿Cuántos, en un ejercicio genuino de autocrítica, estamos dispuestos a renunciar a un título por voluntad propia? Ahora que el Festival de la Leyenda Vallenata se prepara para una nueva versión, es buena idea reflexionar en torno a estas cuestiones que, sin dudas, trascienden el plano anecdótico.