En una semana dedicada a conmemorar a las víctimas del conflicto armado en Colombia, el silencio sigue siendo el único testimonio que reciben muchas familias. Son los familiares de jóvenes ejecutados extrajudicialmente —los mal llamados “falsos positivos”— cuyos casos no fueron priorizados por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Mientras se enarbolan discursos de reparación y justicia, los expedientes de muchos de estos crímenes permanecen inactivos en los archivos de la Fiscalía. “La justicia especial nos ha dejado fuera”, reclaman organizaciones de víctimas que claman por nuevas líneas de priorización que no excluyan a nadie. “Queremos que la verdad también nos llegue a nosotros”, dicen.
Uno de los nombres que resuena entre el dolor y la impunidad es el del sargento viceprimero Julio Valencia Correa. Hace seis años recibió libertad transitoria por acogerse a la JEP. Pero hasta hoy, las familias de sus víctimas no conocen ni una línea del compromiso de verdad que debió haber entregado.
Valencia fue condenado por la justicia ordinaria junto a otros militares de la Compañía Danta del Batallón de Infantería 41, en Cimitarra, Santander. Se les halló responsables de las ejecuciones de Deiby Pisa, un menor de 15 años, y Jonás Ariza, crímenes cometidos el 16 de mayo de 2006.
La JEP insiste en que la fase nacional, recientemente activada, será una herramienta para ampliar la cobertura y llegar a los casos olvidados. Sin embargo, admite que trabaja contrarreloj y con recursos limitados. Mientras tanto, las familias se aferran a la memoria y a la exigencia de justicia que aún no llega.
La deuda es profunda. No solo con los muertos, sino con los vivos que siguen esperando una verdad que no discrimine, una justicia que no sea selectiva y una paz que no se construya sobre el olvido de algunos.