Por Álvaro Cotes Córdoba
No es un cuento, es una realidad fantasmal
Las noches por los alrededores del parque de Los Novios de Santa Marta ya no son las mismas, incluso, algunos dicen que han empezado a oír voces a ciertas horas del día.
Como todo el mundo lo sabe, es una zona muy nocturna y bastante visitada por extranjeros, quienes llegan ahí a disfrutar y departir con familiares, amigos y hasta desconocidos, en los bares y restaurantes que existen por ese sector del centro histórico de la ciudad.
Sin embargo, a pesar de ser una parte de la urbe con mucho movimiento nocturno, desde que empieza a caer el Sol más allá del Morro de la bahía, hasta que vuelve a salir por detrás de la imponente Sierra Nevada, cuando los referidos negocios cierran y la caravana de taxis a la espera de clientes se va, queda un silencio y una soledad de moribundo. Sólo las olas del mar a lo lejos se escuchan como susurrando secretos antiguos.
Un día, como a las 5:30 de la madrugada, entre las calles Burechito y Santa Rita, por un callejón angosto donde las farolas aún parpadean sin razón alguna, Clara, una joven que trabaja en un hostal cercano, caminaba rápido, apretando su bolso contra el pecho.
Había escuchado los rumores sobre los pasos que no tenían dueño, las voces en italiano que se deslizaban por las paredes, y la sensación de ser observada desde las sombras. Pero ese nuevo día, cuando el Sol empezaba a despuntar y el aire se sentía más pesado, como si el mundo contuviera el aliento, al pasar por un viejo edificio abandonado, un crujido la detuvo. Las ventanas, oscuras por dentro, parecían observarlas.
Clara se giró, pero no había nadie. Solo el eco de sus propios pasos. Entonces, lo sintió: un frío que no venía del viento, sino de algo que se arrastraba desde el suelo, subiendo por sus piernas.
Murmuró una oración, pero las palabras se le atoraron, cuando una voz quebrada, casi inhumana, dijo desde la oscuridad: «Giustizia… giustizia…»
Clara corrió con su corazón golpeando como un tambor. Y al llegar al hostal, abrió la puerta con la llave que había logrado sacar de su bolso mientras corría, después entró y luego se sentó en una butaca frente a la recepción.
El recepcionista, a esa hora, era Don Miguel, quien la miró con ojos cansados. “Lo escuchaste, ¿verdad?”, dijo, sin sorpresa.
Clara asintió, temblando. Y Don Miguel suspiró, mientras señalaba la portada de un pequeño tabloide amarillista en una mesita de centro, donde se veía publicada la foto de un hombre de piel pálida, cabello oscuro y mirada perdida.
“Ese es él. No descansa. No hasta que se haga justicia”, precisó.
En Santa Marta, las olas siguen muriendo, y las playas guardan sus secretos. Pero si pasas por un callejón sin nombre y sin sentido, el más corto de la ciudad e incluso más que el callejón del Correo, entre las calles 22 y 20, una noche o madrugada sin luna, cuidado. El alma en pena de un extraño aún clama justicia… y no está sola.