Por: Carmelo Valle Mora
En un planeta que grita auxilio, donde los océanos se ahogan en plástico y los suelos pierden su fertilidad, reciclar no es solo una opción: es un imperativo ético. Sin embargo, mientras algunos se empeñan en sembrar dudas sobre esta práctica, ocultando intereses tras estudios malintencionados y discursos cínicos, es hora de desenmascarar las falacias y reivindicar el reciclaje como una trinchera en la batalla por la supervivencia.
La basura no miente, pero algunos sí
Recientemente, circulan titulares sensacionalistas: una usuaria en Estados Unidos rastreó sus residuos con un chip y descubrió que el plástico terminó en un vertedero. ¿Prueba acaso esto que el reciclaje es una farsa? No. Evidencia, más bien, un sistema imperfecto, no una mentira estructural. Que algunos actores —administradores de rellenos sanitarios, corporaciones que lucran con la extracción desmedida— prefieran enterrar lo reciclable antes que reintegrarlo a la cadena productiva, no invalida el proceso. Al contrario, revela la urgencia de fiscalizar y democratizar la gestión de residuos.
Los mismos que hoy difunden estudios falsos sobre la “ineficacia” del reciclaje plástico son quienes, décadas atrás, promovieron el uso masivo de envases desechables. No es casualidad. La industria del plástico virgen, aliada con conglomerados que dependen de materias primas baratas, ve en el reciclaje una amenaza a sus ganancias. ¿Acaso sorprende que intenten sabotearlo?
El mito de lo “inútil” y el poder de lo orgánico
Mientras el 50% de lo que llega a los vertederos son residuos orgánicos —restos de comida, podas—, se insiste en enterrarlos como si fueran basura muerta. ¿Sabían que ese “desecho” podría convertirse en compost para regenerar suelos agrícolas erosionados, en alimento para ganado o incluso en biocombustibles? Los administradores de rellenos, cuyo negocio depende de toneladas enterradas, prefieren ignorarlo. Nosotros no podemos permitírnoslo.
Y qué decir de papeles, vidrios y metales: cada tonelada reciclada ahorra energía, reduce la deforestación y frena la minería voraz. ¿Por qué permitir que sigan contaminando el subsuelo durante siglos cuando pueden ser materia prima de segunda vida? La respuesta es clara: la economía lineal —extraer, usar, tirar— sigue siendo un negocio redondo para unos pocos.
Reciclaje vs. Economía de la codicia
Detrás de los “gurús” que declaran obsoleto el reciclaje hay una verdad incómoda: la economía circular asusta. Si los materiales se reutilizan una y otra vez, las megacorporaciones perderían su monopolio sobre recursos finitos. Por eso, prefieren vender la idea de que es más “práctico” seguir extrayendo petróleo para nuevos plásticos que invertir en sistemas eficientes de recolección y procesamiento.
Pero no nos equivoquemos: reciclar en la fuente —separar desde el hogar— es un acto político. Es cortar de raíz el ciclo perverso de la sobrexplotación, es negarse a ser cómplice de un modelo que sacrifica bosques, mares y comunidades en nombre del consumo desenfrenado.
El futuro no se entierra, se transforma
Ante las mentiras empaquetadas como “estudios”, respondamos con hechos: ciudades como San Francisco han reducido un 80% sus desechos en vertederos gracias a políticas serias de separación. Países como Alemania reciclan el 68% de sus residuos. Y cada ciudadano que divide su basura en orgánicos, aprovechables y no aprovechables no solo alivia al planeta: le quita poder a quienes ven en la crisis ambiental una mina de oro.
No nos dejemos engañar. Reciclar no es una moda, ni un gesto inocuo: es una revolución silenciosa. Separemos, exijamos sistemas transparentes y desmontemos las narrativas de quienes prefieren un mundo sepultado en basura antes que perder un centavo. El planeta no necesita escépticos: necesita rebeldes con bolsas de colores.
Porque enterrar los residuos es también enterrar la esperanza.
Este escrito es un llamado a desconfiar de quienes lucran con la desesperanza. La próxima vez que alguien diga “reciclar no sirve”, recuerde: quizá no le convenga que sirva.