Por Álvaro Cotes Córdoba
Me pidieron que escribiera una crónica sobre mi experiencia en el Diario La Libertad de Barranquilla y me cayó como anillo en el dedo, porque siempre he anhelado escribir lo que viví allí en tan solo cuatro meses que estuve como redactor de planta de la Crónica Roja.
Y confieso que en apenas esos cuatro meses aprendí casi igual de lo que aprendí en el periódico El Informador de Santa Marta, donde me inicié como periodista y redactor en 1985 y duré laborando por muchos años y de manera intermitente, porque renuncié siete veces y ocho veces volví, hasta el 2018, cuando decidí irme para siempre del periódico donde comencé.
Llegué a La Libertad en 1989, luego de que don Roberto Esper me lo solicitara dos meses antes. Como él de forma constante visitaba El Informador, al cual le vendía rollos de papel periódico que importaba de USA o Canadá, le gustó lo acucioso que yo era no solo para la redacción de las noticias judiciales, sino también para la diagramación computarizada de las páginas.
Desde el primer día que llegué y hasta que me fui, siempre recibí de parte de don Roberto el trato adecuado. Lo primero que hizo fue ordenar que me afiliaran al ISS o Seguros Sociales, la causa por la cual había renunciado por primera vez de El Informador, en donde llevaba trabajando cuatro años.
Y lo que más recuerdo de esa amistad con el fundador de La Libertad, eran los viernes, cuando subía a la tercera planta del edificio y se me acercaba y me decía: “Mijo, hoy voy para tu tierra, si quieres me acompañas”. Y claro, de inmediato me ponía las pilas con la redacción de las noticias, para entregar las dos páginas de la revista de la Crónica Roja que me tocaba escribir a diario. Los viernes las entregaba antes de las 2:00 de la tarde, porque a esa hora subía de nuevo a avisarme que ya se iba para Santa Marta.
En la samaria, lo acompañaba a hacer sus vueltas, como por ejemplo visitar su emisora Ondas del Caribe y después me invitaba a La Terraza Marina, en Los Cocos, cuyo propietario era su compadre. Luego él se regresaba a Barranquilla y yo me quedaba en Santa Marta, en mi día de descanso de los sábados, para quedarme hasta el domingo con mi familia.
Otras de las anécdotas que recuerdo fue cuando un día don Roberto me pidió el favor de enseñarle a redactar las noticias a una joven de 18 años, muy bonita y pecosa y quien era hermana gemela con otra que también laboraba allí en la parte administrativa.
Ese favor me causó inconvenientes con los compañeros colegas, quienes me recriminaron y preguntaron por qué lo hacía y yo les dije que era un favor que me había pedido nadie más y nadie menos que el dueño, fundador y quien me llevó hasta allí a trabajar.
“Pero es que, al enseñarle, le estás quitando un puesto a un colega”, recuerdo muy bien que me dijeron. El problema fue que, la preciada joven, no era periodista, pero quería aprender y por eso don Roberto le dio la oportunidad y así sucedió.
Fueron demasiadas vivencias en tan corto tiempo en el diario Libertad con los compañeros y don Roberto, que me tocaría escribir un libro para contarlas todas. En La Libertad me tocó ver un ahorcado, conocí por primera vez un scanner, un receptor de la frecuencia de la Policía, para estar al tanto de los sucesos judiciales diarios.
Por último, comprendí que don Roberto tenía un ojo clínico para el talento, pero también un carácter que podía llenar una sala con su sola presencia. Ese año, 1989, La Libertad cumplió apenas una década y fui muy afortunado en vivir ese aniversario con tan solo dos meses de estar laborando allí.
Y otra cosa más de ese gran hombre empresario como lo fue don Roberto Esper Rebaje y al cual conocí y seguí conociendo después que me marché, porque en El Informador, el director y Senador, don Edgardo Vives Campo, me pidió que si volvía, me daba todas las garantías laborales y sociales: Roberto Esper era un fino mamador de gallo.