Por: Fredy Mozo Polo
A la hora de viajar especialmente al exterior debes estar preparado, no todo es placentero, hasta lo menos impensado puede ocurrir en un aeropuerto. Los controles migratorios son inflexibles e inapelables. Recuerdo un viaje que llegué al aeropuerto con el corazón acelerado y la mente enfocada en llegar a tiempo a la oficina de migración para tomar otro vuelo.
En primera instancia en el terminal aéreo local: fui llevado a la sala de rayos X, después de analizar las imágenes el policía me preguntó que si tenía marca pasos, tremendo susto, las gafas colgadas en el bolsillo de la camisa arrojaron una sombra sobre mi corazón, el policía no se explicaba, preguntó que llevaba, son mis gafas, respondí. Posteriormente en un control aleatorio, que no deja de ser incómodo, fui solicitado por las empleadas de la aerolínea americana para una revisión minuciosa.
Bueno al final pude abordar. Después de casi tres horas de vuelo, la aeronave aterrizó en el Norte, sin ningún contratiempo. Los celulares se encendieron, los viajeros empezaron a enviar mensajes, otros miraban a lo lejos el paisaje cultural.
Seguidamente se escuchó la orden de abandonar la nave. La gente empezó a arremolinarse delante de la puerta de salida. Esperé un momento para salir. Pausadamente empecé a caminar por el largo pasillo del avión hasta alcanzar la salida. Ingresé a la larga manga que lleva al interior del aeropuerto, eso sí, zigzagueando a uno y otro pasajero con sus equipajes de ruedas.
Casi corriendo por la inmensa sala que conduce al control migratorio. No perder el vuelo hacia otra ciudad me generó estrés, ansiedad y no prestar atención a los anuncios de los vuelos e instrucciones de los empleados, ni el olor a café y comida rápida de los restaurantes del aeropuerto. Los avisos luminosos y multicolores del comercio invitaban al consumo, sin embargo seguía caminando raudo en busca de los puestos de control . De repente empecé a sentir que alguien tocaba mi hombro repetidamente; una y otra vez.
Por un instante pensé: carajo! será algún conocido, igual seguí caminando sin inmutarme. El miedo de perder la conexión y quedar varado en un lugar desconocido me impulsaba seguir adelante. Sin embargo, ante la insistencia me detuve y me encontré con un tipo grande como un escaparate con una pera arriba; levanté la mirada me preguntó con rostro adusto que si hablaba inglés; para evitar complicaciones le dije que no, parecía de la isla de al frente, revisó mi pasaporte, sus ojos se clavaron instintivamente en mi equipaje de mano: empezó a escudriñar una a una sacó las piezas tirando al piso, por último en el fondo del bolso se encontró con “Todos los cuentos”, sin decir nada sacó el libro, lo revisó minuciosamente al no encontrar nada lo tiró con desdén.
Con frustración se marchó perdiéndose entre la gente. En un mundo que parece orgulloso de su indiferencia; si existieran más mujeres y hombres haciendo lo correcto, en lugar de lo rentable, la corrupción y ambición; gente que eligiera la compasión, la generosidad y la bondad, en lugar del poder, la codicia, la avaricia y el autoritarismo de moda, tal vez la cacería humana no existirían.
¡Arriba “LA LIBERTAD”!