LA OFENDÍCULA: EL TRATAMIENTO DESDEÑOSO A LA EJECUCIÓN DE LA SENTENCIA

Por GREGORIO TORREGROZA P.

Tildar a un juez de desdeñoso no parece ser el peor de los juicios contra quienes, en cumplimiento y por naturaleza propia de sus funciones, deben asumir posturas y tomar decisiones objetivas, alejadas de todo miramiento y contemplación. Sin embargo, más allá de la alta dosis de inflexibilidad que encarna toda sentencia, el desdén en mención no se predica tanto respecto al cumplimiento de sus funciones al dictar sentencia, como sí en relación con las partes después de haber sido esta dictada.
La sentencia, como producto acabado de toda buena obra, no representa para el juez, tal como para un artista, el fruto perfecto de su creación. La razón estriba en que, concluido el juicio, de manera imperceptible, por lo cual aún no se ha abierto el debate, se ha afianzado la cultura de la indiferencia como modelo a seguir, muchas veces estimulada por los fantasmas del “qué dirán”, por lo que el juez prefiere encogerse de hombros antes de propulsar cualquier trámite menor, tendiente a que su decisión tenga efectivo cumplimiento. Como si impulsar el acatamiento resultara vergonzoso.
La existencia de un conflicto entre dos partes, sometido al conocimiento de la justicia para su decisión final, aunque no debiera, comporta el tránsito de un perfecto viacrucis, que comienza con la presentación de la demanda, su admisión o rechazo, pasando por cada una de sus paquidérmicas etapas, hasta la decisión conclusiva, llamada sentencia. Aquí, cuando se supone un feliz arribo a la meta, por el contrario, parece como si, de nuevo, todo comenzara, pues, en una especie de extraña amnesia de reacción en cadena, que contagia desde al más humilde en la ubicación de la nómina hasta al de mejor de ingreso en el despacho, todos terminan olvidando que esa sentencia en los anaqueles nunca cumplirá su cometido.
En los despachos hacen gala de una extrema displicencia, y con finísimo apego a la interpretación exegética, someten a los interesados a un tortuoso trámite de solicitudes y negaciones. Ello impone un reto, también extraño, como es que el litigante debe convencer al respectivo juzgado de que esa sentencia le pertenece; que ella fue el producto de un fatigante proceso, en donde la parte vencedora tuvo que enfrentarse tanto a la contraparte como a su apoderado, sin dejar de lado a su propio cliente y al despacho mismo. Pero, la mayoría de las veces, este ejercicio resulta infructuoso, y es allí donde tomo cuerpo el desdén de los jueces, pues no se preguntan estos si tanta roña para dar por finalizada su propia obra genere en la parte interesada algún sentimiento de frustración respecto a la majestad de la justicia; o si, de alguna manera, aquel temor exagerado de vergüenza no resulta ocioso al momento de ultimar la reparación que ordena la sentencia, teniendo en cuenta que ella es la conclusión final de su propio criterio que, para llegar a él, nadie le llevó de la mano, que solo intervino su intransferible ejercicio valorativo.
Entonces, ¿a qué le temen? ¿de qué se cuidan? Seguramente, de nada. Por el contrario, esta conducta solo resulta explicable a nivel de la esfera del subconsciente del juez, como un atávico complejo de indiferencia e insolidaridad social, inherente a la especie humana, que se manifiesta y arraiga por cuenta de la majestad propia del cargo.
Sin duda alguna, aún en estos países, donde por mucho tiempo más habrá de campear el subdesarrollo, la figura del juez encarna, por antonomasia, la de un personaje sabio, hasta con ciertos tintes bíblicos, por quienes los ciudadanos sentimos aprecio y respeto. Pero, lamentablemente, ellos pronto olvidan que no es su personal figura, sino lo que ellos representan, a lo que verdadero mérito otorgamos.
En esta extrapolación de identidades encontramos el caldo de cultivo para que el individuo de carne y hueso, reconocido como juez, se ubique por encima de sí mismo, lo que, acto seguido, desencadena en un estado puro de impasibilidad, con virulencia contaminante, que se hace extensiva a todos los demás funcionarios, inclusive, a los de menor rango.
Bien valdría la pena que los despachos judiciales comiencen a preguntarse, aunque sea por un instante, cuál es el grado de tensión, desespero y angustia que afecta a quienes, apostándole a esa decisión judicial, llamada sentencia, se pasan gran parte de su vida esperándola. Si lo tuvieran un poco claro, sin lugar a duda, en todo proceso, al cierre de la etapa final, debería reinar un ambiente casi que festivo, de regocijo y gloria, en donde la sana solidaridad y el desinterés marcado serían el único tipo de intercambio válido.