La aguja curva de doctor Torrenegra

Walter Pimienta.

Por: Walter Pimienta


La  pieza  lateral de la casa donde el  doctor  Torrenegra improvisó su  consultorio y  un  rincón de pequeñas cirugías, olía siempre  a mercurio vaporizado.  De un  clavo  en  la pared,  tenía  colgada  su  bata.

Lo  vi  allí  varias veces atender  heridos de emergencia.  Lo hacía  con ademanes  directos y  decididos,  en  ocasiones  asistido por José Félix , su hijo.  Había  en  la misma pieza, perfectamente aseada, una vitrina  con medicamentos que el  facultativo recetaba y  vendía

La ruta “urbanogeográfica”  que a manera  de mapa  servía para llegar  al consultorio-clínica  del  doctor  Torrenegra,  se  me  ocurre  decir ahora,  estaba marcada por el fuerte  hilo   de seda  vicryl que,  ensartado  en  su aguja  curva,  él  usaba para coger puntos de sutura que  era en  lo  que más lo  ocupan, dejando antes  el herido, por  las calles del  pueblo,  en  el  trayecto,  un  rastro  de sangre imposible  de parar, abierta  cortadura por la cual,  creía yo, a este se le podía escapar el alma si con urgencia  no  lo  atendían.

A la  pieza sombría,  ya referida, cargado en  hombros o dando  pasos en  un  solo  pie,  sostenido por  sus familiares,  luego  de recorrer once  cuadras para  llegar a esta,  y  éste  a su  vez procedente  del  monte donde  atendía  su  parcela y  por  accidente un salvaje  machetazo se diera, acezante  y  empapado en  sudor,  entró  esa  vez el herido y, conocida la noticia, la  gente, a  la que no le daba  miedo  la sangre,  corría a ver aquello. Mi hermana  Cristina  y yo, en  tal ocasión fuimos. Vivíamos a una  calle de por  medio del lugar  y  más  de una vez,  vimos  tales escenas para que ahora escriba prosas con témpanos de sangre entre  los incansables gritos de dolor del lastimado.

Con  la ayuda de su asistente, en  una ponchera  de peltre,  el  doctor Torrenegra se lavó las manos con  alcohol y se  las secó  en  una  toalla blanca.  El  profundo olor me  adormecía. En  tanto  el herido era sentado  en  una camilla.

-Piensa en  tu mujer,   en  tus hijos o  en  tu novia,  para que  no te  duela- le decía  el médico  al herido

Y este,  alucinante de  dolor,  le contestó:

-Bueno.

Y,  sin  anestesia,  comenzó “la guerra”

Entre contorciones y  bruscos movimientos, sostenido fuertemente  por cuatro  zamarros que oportunos yo  no sé de dónde salíeron,  al  herido, con  agua  y jabón;  con algodones, con alcohol  y  dioxógen,   el medico limpia la  herida.

La  sangre revivió y,  sin  parar, se  hacía  un  cenagal  en  el  piso

El  herido, delirante, no  tenía quien  lo  rescatara de su  infortunio.

Era la medicina de  aquellos  tiempos en  un  pueblo  carente casi de todo.

De su maletín de  cuero de  babilla,  el  doctor sacó  un  frasquito que  decía “Lidocaína”  al  5%. Sacó también  una jeringa  con  la  que puyo la  tapa de  caucho del frasquito y absorbió el  contenido jalando  el  émbolo hacia atrás. La exhibió  en  alto,  lo pulsó  suavemente y  le sacó  unas  burbujas. El compuesto tenía un  ligero color lechoso e inyectó este  sobre  los dos  bordes de la  herida como anestésico local y  así disminuir,  en  parte,  el  dolor  al  lesionado.

Para  más comodidad, arremangándole  la  bota  del  pantalón  hasta  la  rodilla,   los colaboradores montaron  al afectado en  un taburete  de  cuero. Estaba pálido y  sudaba de miedo.

La  tortura no  tenía más recursos de alivio. El  médico,  en  su  infinita  bondad,  hacía  lo  que tenía a su alcance. Había curado así a miles de cortados que le  venían  de todos  los ámbitos  de la  tierra.

La  sangre  no  me  daba miedo. Había  visto  sangre de  puercos degollados y de  gallos de  pelea

El  médico se arremango la camisa. Sentado  en  un banquillo, suturaría el abierto  corte. Del  maletín  sacó el  hilo y ordenó a  su  hijo  traer  una  vela encendida.

El  paciente lo  miraba  con  ojos lánguidos como  niño  que pide  perdón.

La encendida vela fue  puesta  en  el piso.

El  galeno sacó  la  aguja curva y, sosteniéndola   con  una tenaza, la llevó  al fuego  para desafectarla. Esperó enfriara y la ensartó con  un  cordel  de más de medio  metro.

Más  y  más gente se asomaba espantada  ante  la  visión.

-Piensa en  tu mujer,   en  tus hijos o  en  tu novia,  para que  no te  duela- le volvió a decir   el médico  al herido y le  dio a  beber,  en  un  vaso, un oscuro licor.

En  el delirio de su propio dolor, en  vivo, entre  ardientes  chorros de “mercholate”,  metiendo la aguja levantando la piel punzada por un  lado y luego por el  otro y atando fuerte un  nudo, cortando el hilo con  una tijera, el facultativo  cogió  el  primer  punto.  Y,  eclesiástico y  disciplinado,  entre aullidos y gritos  de  misericordia  dados  por  el cortado, le tomó  veinte,  dándole  a inhalar un paño empapado en  éter.

Al  cortado,  la a  sangre ya  no  fluía.  Tenía  un vendeja  de gasas y  esparadrapos

-Tengo frío-  dijo.

-Es  normal- le respondió  el galeno.

En  una libreta  de hojas desprendibles, el  médico anotó  algo . Eran  los medicamentos. –“Cómpratelos. Límpiate  la  herida  cada  mañana. Te cortaré los puntos  en  20 días. No te mojes y ni se te ocurra tener mujer-   le dijo  al  cortado.

Y,  por último, le  inyectó una  antitetánica.

Alguna  vez, de  pantalones  cortos, bañándome a escondidas  con  Cristina bajo  un aguacero, esta me  empujó cuando cruzábamos por un  arroyito  que  corría  frente a la  casa y  caí encima de  un  vidrio que arrastraba la  corriente. Sentí la  herida en  la rodilla derecha. Me  quedó  la cicatriz.  La  sangre me  corría. Ella lloraba.  Yo  no. Nos preocupaba lo  que mi mamá,  al enterarse,  nos haría. Callados entramos a la  casa por  la puerta  falsa. Mi mamá se ocupada  en  sus  cosas. Me eché arena en  el  corte, una y otra vez, y  también  me puse  una cataplasma  de  café molido,  prodigio  curativo que no removí  como  por  quince  días, el mismo tiempo que  llevé puesto  el  único pantalón  largo que tenía sin  que  nadie cayera  en  la  cuenta  y,  haciendo  un  esfuerzo doloroso, caminaba recto para que no  me descubrieran.

Era un  corte como para  seis puntos que preferí curarme solo arrasado por el miedo que le  tenía a  “la  estirpe curandera” de la  aguja  curva del doctor Torrenegra.