Autor: Guillermo Luis Nieto Molina
Gestor Cultural
Colaborador, Diario La Libertad, Barranquilla
Los ataúdes abrieron su propio nicho en el mercado. Fueron alcanzando nuevos niveles comerciales y de ser un producto regional, pasó a ser nacional y luego internacional. Verlos, inclusive desde su etapa inicial cuando era cortada la madera barata y burda, en piezas que conforman un rectángulo largo y de poca profundidad, desde ese momento uno sentía el deseo de morirse y ese mismo deseo lo confirmaba, una vez terminada la obra. No importó nunca el color, si eran lilas, si eran caobas, o blancos o beige. «Esos ataúdes son extremadamente hermosos » era la primera y repetida frase que expresan los que visualizan las cajas mortuorias.
El lugar del taller, estaba ubicado diagonal al cementerio central, es una casa antigua con techo de dos aguas en Eternit, y en sus paredes heridas por el tiempo y marcadas por ráfagas de pinturas de muchos colores las cuales se le escaparon al artesano, al momento de pintar los féretros.
Los carpinteros trabajan de igual, igual, casi no hablaban la gente creía que eran sordomudos, delgados cadavéricos y de escaso cabello.
Nunca se les veía con una indumentaria diferente. No tenían cuentas bancarias y todos sus trabajos y pedidos de madera los cancelaban y cobraban de manera presencial Sus vestidos consistían de alpargatas, pantalones cortos tipo bermudas, de blue jeans pasados de moda y camisetas percudidas. A pesar de estar tan mal vestidos nunca se les sintió un mal olor. La fila de camiones de entregas nacionales e internacionales permanecían ubicados a la espera de ser cargados con los estuches donde reposarían los difuntos en la tranquilidad de la muerte.
Muchos de sus clientes se preguntaban mentalmente porque nunca se le veía salir a la calle o vestirse a la hora de terminar su jornada laboral. También siempre, su mejor cliente, don Rigoberto Solorzano, en cuarenta años nunca los había visto desayunar o almorzar en la carpintería, a pesar que don Rigoberto, cargaba a cualquier hora. En la madrugada nunca los vio tomarse un tinto.
Sin embargo, todo sale a luz pública. Uno de los nuevos clientes, llegó con una botella de vino rojo a la carpintería. Eres un vino de excelsa calidad del cual se escapa un mágico olor a uvas frescas.
Les brindó a los cuatro artesanos de los ataúdes.
Al principio se negaron, al final no pudieron resistir el estado de deseo por degustar el vino.
Allí se descubrió todo el nuevo cliente, don Salvador Santana, sirvió el vino en cuatro copas, burbujeante rojo y brillante se veía el contenido en las copas de vidrio.
Brindaron por la muerte, uno de los carpinteros dijo:
— Brindó por la muerte, ella, la odiada, me mantiene vivo creando estas maravillas de cajas mortuorias.
-Don salvador Santana brindó:
«Brindo por la verdad y por ella estamos vivos, aunque sea una mentira la vida como lo es la muerte.»
Cada uno tomó de sus copas. El reflejo de la luz de la madrugada sacó todo a discreción.
Cuándo el líquido rojo del vino bajaba por sus gargantas como una sombra, se dibujaron los cuerpos vacíos de los cuatro carpinteros, sin estómago, sin piel sin ojos, sin boca en cada muñeca una copa vacía sostenida por una mano huesuda.
Los cuatro carpinteros del más reconocido taller de ataúdes en el mundo, eran cuatro calaveras que no pudieron abstenerse de probar ese extraño vino que de una vez los regresó a la muerte, dónde la vida toma otro sentido.
Esa madrugada cuatro tumbas del cementerio central, sin saber por qué, se derrumbaron; los cuerpos no fueron encontrados, únicamente billetes y monedas de todas las denominaciones y valores.
El alcalde no dijo nada a las autoridades competentes, de manera inmediata renunció junto a su cuerpo de seguridad, nadie sabe para donde se fue con el botín encontrado. En la carpintería todo se volvió lúgubre, los ataúdes que antes eran bellos, ahora a la gente les producía asco y temor. Desde una ventana se ve una botella con un contenido rojo sin etiqueta, la cual parece ser, fue de un envase de un vino famoso.
Nadie más se acercó al lugar.