Por ALEJANDRO CARRANZA
En este nuevo mundo, la masculinidad ha sido replanteada y renovada. Los estereotipos machistas que antaño permitían creer que el hombre tenía derecho a múltiples amantes, a traicionar a su pareja y a ejercer control sobre la mujer, han sido desmantelados. Ya no se considera aceptable que el hombre sea el único proveedor y que la mujer se encargue exclusivamente del cuidado de los hijos. Tampoco se acepta que la mujer esté obligada a satisfacer las necesidades sexuales del hombre sin considerar sus propios deseos y necesidades. Esas ideas son obsoletas, anacrónicas y han sido superadas por una visión más igualitaria y respetuosa de la relación entre hombres y mujeres.
Aunque hemos avanzado en la lucha contra la discriminación de género, todavía persisten muchos estereotipos machistas, algunos de los cuales han sido normalizados y pasan desapercibidos. Por ejemplo, cuando se cuestiona o se minimiza la capacidad laboral de una mujer sin fundamento, cuando un jefe la grita o la interrumpe constantemente impidiéndole hacer observaciones o críticas, cuando se le hace quedar en ridículo o se resaltan sus errores para humillarla, o cuando se le exige que guarde silencio y obedezca sin cuestionar.
Todos esos comportamientos, aunque pueden parecer insignificantes, contribuyen a perpetuar la discriminación y la cosificación de las mujeres. Si hay algo que hace daño dentro de tanto machismo solapado y que siempre termina ayudando al victimario, es la vergüenza de la víctima.
Sí, me refiero a ese desafortunado sentimiento de las familias y especialmente las mujeres que han sufrido violencia intrafamiliar o cualquier forma de violencia de género. Para una víctima, que la sociedad o la familia se entere de que han sido objeto de un abuso por violencia intrafamiliar o sexual, es algo que las hace sentir desnudas, inermes, indefensas y destruidas.
Muchas mujeres que han sido abusadas sexualmente sienten vergüenza y callan su dolor porque no quieren sufrir los estigmas de víctima, o las críticas indolentes de aquellos que todo lo justifican o todo lo cuestionan con falacias o juicios a priori: ¿Quién la manda a tomar licor?, ¿Por qué no se vestía más tapadita?, ¿para qué le lleva la contraría si estaba borracho?, ¡El hombre propone y la mujer dispone!, ¡una mujer de su casa no anda por ahí brinconiando a esas horas!, ¿no ve que es el esposo?, ¿para qué se metía con ese tipo?, ¡pero es el jefe!, ¡quien la manda, para qué lo perdonó!
Si hay algo que le ha hecho daño a este nuevo mundo es la vergüenza por el temor a ser criticado. Convertir el abuso sufrido en un secreto para evitar la vergüenza no protege la dignidad de la víctima, por el contrario, es algo que solo beneficia al agresor y pone en riesgo a más personas. El temor de sentirse señalado, el “qué dirán”, resulta ser el más poderoso némesis de la justicia. Ese temor es lo que permitió, por ejemplo, que tanto cura violador posara de angelical por décadas entre nuestros niños.
El secreto de una violación o mantener en reserva la violencia intrafamiliar “porque los trapitos sucios se lavan en casa”, es algo que debemos desterrar despojados de cualquier timidez. Aclaremos esto, cualquier evento victimizante por violencia intrafamiliar o violencia sexual, sin importar hace cuanto sucedió, no es algo que debamos conservar solo para nosotros mismos, eso no es algo que forzosamente deba ser guardado como algo íntimo, pues ese secreto solo mantiene a flote la impunidad, mientras la víctima, con el paso del tiempo, se va ahogando solitaria en su propio dolor.
Ninguna mujer debe soportar el abuso, de ninguna índole, mucho menos deben estar condenadas en silencio a soportar esa vergüenza que solo las enferma y las hace sentir mal. Ese sentimiento de culpa y de encogimiento solo debe ser cargado y para siempre, por los victimarios, no por las víctimas. A todas aquellas que estén guardando ese “secreto” les digo: Declárense libres de la vergüenza, denuncien sin temor, no estarán solas. ¡La vergüenza debe cambiar de bando!