Por: Laureano Acuña Díaz
Cada cuatro años, en el ritual político que acompaña las elecciones al Congreso, emerge una realidad cruda pero común: Los dirigentes barriales, esos líderes de las comunidades que dedican tiempo y esfuerzo a promocionar a un candidato, terminan siendo utilizados como herramientas de campaña, sin recibir el reconocimiento ni el respeto que merecen. La relación entre los políticos y estos actores locales se ha configurado en un ciclo de manipulación y olvido, un sistema tan predecible que pareciera que ambas partes lo aceptaran como inevitable.
Los políticos, expertos en construir narrativas llenas de promesas y falsas esperanzas, logran captar la atención de los dirigentes barriales prometiendo desarrollo para sus comunidades, puestos de trabajo o algún proyecto que nunca llega a materializarse. En el calor de la campaña, el dirigente barrial se convierte en el principal actor: es quien organiza reuniones, pega afiches, lidera caminatas y convence a sus vecinos de votar por un candidato. Lo hace con pasión y sacrificio, muchas veces con recursos propios, impulsado por la ilusión de que su esfuerzo será recompensado y que su comunidad verá un cambio positivo.
Sin embargo, una vez pasan las elecciones y los políticos se instalan en sus curules, los líderes barriales quedan en el olvido. Esa relación efímera que parecía cercana y prometedora durante la campaña, desaparece como un espejismo. Las llamadas no se contestan, las promesas quedan archivadas y los dirigentes vuelven a sus comunidades con las manos vacías, cargando solo la frustración de haber sido utilizados una vez más.
La pregunta entonces es: ¿Por qué se repite este ciclo cada cuatro años? La respuesta no solo recae en la deshonestidad de los políticos, sino también en una falta de autoestima colectiva entre los dirigentes barriales. Muchos de ellos, conscientes del engaño al que son sometidos, parecen aceptar esta situación como parte del juego político. Este conformismo, que raya en el masoquismo, perpetúa un sistema que beneficia exclusivamente a una clase política insensible e indiferente.
Es crucial que los dirigentes barriales reflexionen sobre su rol y su valor. Ellos no son simples operadores de campaña; son los verdaderos representantes de las comunidades, las voces que conectan a los políticos con la realidad de los barrios. Su trabajo tiene un peso fundamental en el éxito de las campañas, y esa influencia debe traducirse en una relación de respeto y reciprocidad.
Un punto clave para transformar esta dinámica es garantizar la accesibilidad. Los dirigentes barriales deben exigir canales claros y permanentes de comunicación con los políticos que apoyan. Este elemento de accesibilidad es clave, si no hay línea directa en todos los tiempos lo más probable es que el líder barrial y su comunidad pierdan su trabajo y esperanzas de crecimiento. No solo significa que los políticos contesten llamadas después de ganar, sino que mantengan un compromiso constante con los líderes y sus comunidades. La accesibilidad debe ser un pilar en la relación entre los dirigentes y los candidatos. Un político que no está dispuesto a escuchar ni a atender las necesidades de quienes le dieron su confianza, no merece su apoyo.
Por otro lado, los líderes barriales deben aprender a valorar su trabajo y a establecer límites. No se trata solo de ayudar a un candidato a llegar al poder, sino de asegurarse de que ese poder se use para beneficiar a la comunidad. Es hora de que los dirigentes dejen de ser piezas descartables y se conviertan en socios estratégicos, capaces de negociar desde una posición de dignidad y firmeza.
El cambio no vendrá de los políticos, sino de los mismos líderes barriales. Solo cuando ellos se valoren y se nieguen a ser utilizados, se romperá este ciclo vicioso.
Es momento que los dirigentes barriales se reconozcan y sean reconocidos, como el motor del cambio para así exigir el respeto y la reciprocidad que tanto merecen.