“LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL Y LA DESCENTRALIZACIÓN FISCAL Y ESPACIAL EN COLOMBIA”

Por: Carlos Rodado Noriega

(Ponencia presentada por Carlos Rodado Noriega en el acto de posesión como miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, el día 30 de octubre de 2024)

En primer lugar, quiero agradecer a los miembros de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, y especialmente a su junta directiva, la honrosa distinción que me hacen al recibirme como miembro de número de esta respetable corporación. Esta exaltación, además de un gran honor, tiene implícito el enorme desafío de estar a la altura de ella para merecerla, más aún cuando he sido informado que me han asignado la silla que ocupó el académico Jaime Jaramillo Uribe. Este ilustre hombre de ciencias, le incorporó sociología a la historia y a la economía, y fue el promotor de una transformación de fondo en la orientación de la historiografía colombiana que condujo a la formación de la llamada «Nueva Historia». Esta manera de interpretar los hechos del pasado no se concentra en las batallas y los héroes sino que le da relevancia a los procesos económicos y sociales y coloca a los grupos étnicos, hasta entonces invisibilizados, como actores importantes del acontecer nacional. Los historiadores empezaron entonces a reconocer a los esclavos como actores económicos autónomos.[1] En el nuevo relato ya se puede apreciar no sólo la discriminación racial y social a que fueron sometidos sino el aporte significativo de esos grupos en la construcción de nuestra nación. Mi discurso de ascenso a miembro de número de la Academia Colombiana de Historia se tituló: “La evolución de la esclavitud y de la segregación social en Colombia”. Ese ensayo era, en el fondo, un homenaje a Jaime Jaramillo Uribe, pionero de la profesionalización de la historia en nuestro país, un hombre de provincia a quien hoy recordamos con admiración y gratitud.

Agradezco también a todas las personas que me acompañan en este acto, cuya presencia interpreto como un testimonio de amistad, que valoro en toda su dimensión. Saludo también de manera especial a quienes siguen esta sesión por medios virtuales.

He escogido como tema de mi ponencia para el día de hoy “La organización territorial y las finanzas de los entes subnacionales”, por ser asuntos de palpitante actualidad pero, sobre todo, porque durante 38 años he estado ligado a la lucha por la autonomía regional y la descentralización del desarrollo, ya sea como parlamentario, como miembro de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, como gobernador del Atlántico y presidente de la Federación Nacional de  Departamentos, pero también a través de numerosos artículos y ensayos, guardando siempre una línea de coherencia. La lucha por la distribución equitativa de los recursos de la tributación tomó fuerza en la Asamblea Constituyente de 1991 y la han continuado con empeño los economistas del Centro de Estudios Económicos Regionales del Banco de la República con sede en Cartagena, así como nuestro colega académico Amylkar Acosta Medina y los gobernadores de Colombia que son los que más sufren la carencia de recursos.

Pero ¿qué es la organización territorial? Es una estrategia de planeación y gestión encaminada a lograr una adecuada organización político-administrativa del Estado para propiciar un desarrollo humano socialmente justo, regionalmente equilibrado, ecológicamente sostenible y fiscalmente viable. Para ello es indispensable intervenir el orden territorial injusto y desordenado de nuestro país, para direccionar, a través de unos principios rectores, la construcción del país deseado desde el punto de vista ambiental, social y espacial[2]. Lamentablemente, la dimensión territorial no ha sido una prioridad de la política pública y  ha estado ausente en los Planes de Desarrollo.

Se atribuye a Winston Churchill la originalidad de una frase que tiene sabor a admonición: la democracia es un plebiscito que se renueva diariamente. Esta aguda reflexión que incorpora una referencia temporal tiene también una inequívoca alusión espacial. La legitimidad de un sistema político y, por ende, su estabilidad, dependen en grado sumo de la manera como las diferentes unidades que integran el área de su jurisdicción contribuyen a mantener el consenso ciudadano en torno a dicho sistema, requisito fundamental para la supervivencia y vitalidad del Estado de Derecho. Y la forma más eficaz de estimular y fortalecer el compromiso del pueblo con las instituciones democráticas es darle al Estado una organización territorial que asegure la vigencia efectiva en todo el territorio y para todos los ciudadanos de los derechos que la Constitución les consagra.

Uno de los más serios desafíos de cualquier sistema político es la distribución territorial del poder Estado o, lo que es lo mismo, la asignación de competencias y recursos entre el nivel central de gobierno y los niveles subnacionales, sean ellos regionales o locales. 

La lucha por la autonomía regional y la descentralización ha sido ardua y larga en todos los países, tanto en los regímenes democráticos como en los comunistas, precisamente por tratarse de eso: de la forma como se distribuye el poder político, que incluye la distribución  de los recursos que se generan a través de la tributación.  

El manejo adecuado de esta distribución es fundamental para la estabilidad política de las naciones y contribuye a su desarrollo económico y social, porque permite utilizar de manera adecuada la totalidad de los recursos humanos y naturales de su territorio. Las naciones que hoy exhiben los mejores índices de desempeño como democracias pujantes son ejemplo de una equilibrada distribución del poder entre el centro de gravedad de las decisiones políticas y la periferia. Por contraste, los Estados que no le han dado la debida atención a este reparto, o que han querido soslayarlo indefinidamente, se han visto sometidos a tensiones sociales o a fuerzas desintegrantes de la unidad nacional. Esta desestabilización se puede presentar aún en regímenes donde prevalece el totalitarismo y la opresión, como aconteció en la Unión Soviética que saltó en pedazos al impulso de la fuerza centrífuga de sus regiones inconformes con el centralismo de Moscú. Y todavía sigue el inconformismo, como lo demuestra el doloroso caso de Ucrania.

En el caso colombiano es importante conocer cómo comenzaron los ímpetus centralistas que llevaron a excluir a una parte considerable del territorio colombiano de los beneficios económicos y sociales que una sociedad democrática debe garantizarles a todos sus ciudadanos. Pero esa exclusión también ha privado al país del aporte que esas regiones le hubieran podido hacer al desarrollo nacional. El centralismo comenzó desde la época de la Colonia, sin embargo, por restricciones de espacio y tiempo en esta clase de intervenciones, me referiré apenas a algunas manifestaciones de ese fenómeno que empezaron a hacerse evidentes en la segunda mitad del siglo XIX.

Afloró en esa época una errónea concepción según la cual el mar y las zonas costaneras se consideraban territorios remotos, espacios del más allá, que poca o ninguna atención merecían de sus mandatarios. Era una actitud similar a la de los geógrafos y los historiadores de la Grecia Antigua, que cuando estaban describiendo la geografía del mundo y tenían que referirse a regiones más allá del mundo conocido, de las cuales ellos no tenían conocimiento, colocaban en los últimos extremos del mapa, esta advertencia: “De aquí hacia adelante no hay sino pantanos impenetrables o mar cuajado”[3]. Una idea similar primaba en la mentalidad centralista de nuestros gobernantes que veían de esa manera a Panamá, a Chocó y a toda la franja del Pacífico colombiano como pantanos insalubres de los cuales no había que preocuparse. Pero la desatención no era sólo de esas áreas sino de otras que constituían el contorno terrestre y marítimo de nuestro país, que eran consideradas de muy poco valor, tanto en sus recursos como en sus gentes.

Racismo y determinismo geográfico en el siglo XIX

Una de características de la llamada ciencia económica es que se ha apoyado mucho en las matemáticas, pero ha prescindido de la historia, de la sociología y de la psicología, que le serían más útiles en tratándose de una ciencia social. Aquí voy a apelar a la historia, porque nos permite ver cuándo y cómo empezaron estos ímpetus de exclusión territorial y discriminación social en el período republicano. Soy consciente de que esos prejuicios comenzaron en los siglos XV y XVI, y no se han podido desarraigar, porque como decía Albert Einstein “es más fácil desintegrar un átomo que desarraigar un prejuicio”.

Durante la segunda mitad del siglo XIX intelectuales pertenecientes a la élite santafereña[4] repetían unas ideas que en la época de la Independencia habían sido expuestas por Francisco José de Caldas, y fueron incluso más vehementes que el prócer payanés. En efecto, en su concepción imaginada llegaron a fraccionar el territorio nacional en dos grandes espacios, delimitados de manera arbitraria: un núcleo andino y unas áreas periféricas. Según esa descripción, el grupo que habitaba la parte central y montañosa de Colombia era de una categoría humana superior a la de aquellos que ocupaban la periferia. Incluso se atrevieron a considerar a los de la altiplanicie como la raza pura, en contraste con las razas impuras asentadas en las costas, selvas y llanuras de nuestro país.

En 1861, don José María Samper, un hombre ilustre y de gran cultura, en un escrito titulado Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición de las repúblicas colombianas, afirmaba:

“En toda Colombia debía necesariamente producirse este fenómeno: la raza europea, dominante políticamente, mil veces superior en lo moral é intelectual, y entrabada en su multiplicación por las preocupaciones que le impedían el cruzamiento con las razas diferentes, se reprodujo con lentitud, aglomerándose principalmente en las altiplanicies y las regiones de clima templado; mientras que las razas negra y cobriza tenían un desarrollo muy distinto…

“…las razas y castas debían tener, como tuvieron, su geografía inevitable y fatal: los blancos e indios de color pálido… y los mestizos que de ese cruzamiento naciesen, quedarían aglomerados en las regiones montañosas y en las altiplanicies; mientras que los negros, los indios de color bronceado oscuro, y los mestizos procedentes de su cruzamiento, debían poblar las costas y los valles ardientes[5].

Varias de las ideas expuestas por José María Samper sobre la superioridad de lo que él llamaba la raza europea calcan el pensamiento español de la época de la conquista. Pero esos juicios carentes de fundamento científico permearon todos los ámbitos de la sociedad, y en la política pública produjeron una nociva segregación regional, llegando incluso a configurar la mentalidad de muchos gobernantes de nuestra nación, quienes en sucesivas etapas de la vida republicana confundieron la unidad nacional con la macrocefalia del poder central y convirtieron a Colombia en un claustro metropolitano excluyente. Esa concepción errónea ha influido, a través de los años, en la forma como se han distribuido territorialmente los recursos del Estado, y también en la escasa o nula utilización de los recursos humanos y naturales existentes en gran parte del territorio nacional. Una enorme porción del espacio geográfico que constituye la República de Colombia no ha sido utilizada ni adecuada ni eficientemente. El prejuicio de mirar a los territorios de la periferia, como “tierra del olvido”, ha sido funesto para los intereses nacionales y, especialmente, para mantener la integridad territorial de nuestro país.

Un ejemplo de esa mentalidad centralista que mira con desprecio a las zonas de frontera y considera que el mar con sus islas, islotes y cayos no es una fuente de riqueza sino una carga para el tesoro nacional, se puede apreciar en las instrucciones gravemente lesivas que el Ministro de Relaciones Exteriores, Clímaco Calderón Reyes, sobrino del general Reyes, le daba al Ministro Plenipotenciario de Colombia en Estados Unidos, Enrique Cortés, órdenes que afortunadamente no se materializaron porque hoy estaríamos lamentándonos de esa lesión enorme a nuestra integridad  territorial. Manifestaba el Canciller de entonces en una comunicación fechada el 8 de mayo de 1905:

Desea el gobierno vender las islas de San Andrés y Providencia que ninguna ventaja le proporcionan y por el contrario ocasionan al Tesoro Nacional erogaciones considerables…”.[6]

El trato desigual que los españoles empezaron dándoles a algunas personas según la pigmentación de la piel se fue transformando en un trato desigual a ciertas zonas del país. La indiferencia y desdén con que se miraba a ciertos grupos humanos se convirtió en menosprecio a regiones enteras, de suerte que la segregación social adquirió una dimensión espacial. Nuestros gobernantes tenían una concepción de la geografía universal muy diferente a como la concebían los líderes de las grandes potencias, que consideraban de gran importancia geoestratégica zonas que los colombianos tenían como territorios lejanos y símbolos de lo inferior[7].

La actitud de no cuidar los territorios de frontera ha sido recurrente en los gobernantes del período republicano. A partir de la Constitución de 1821 cuando se consagró el principio del uti possdetis juris, los límites de Colombia debían ceñirse a los mapas del Virreinato de la Nueva Granada, como un título jurídico con validez internacional. Hoy los mapas de Colombia señalan que la extensión de su territorio es de 1.141.148 kilómetros cuadrados!. Es decir, hemos perdido unos 850.000 kilómetros cuadrados[8]. Esas áreas están ahora bajo el dominio de Venezuela, Perú, Ecuador y Brasil; además, se perdió Panamá y zonas extensas que hicieron parte del Virreinato de la Nueva Granada y que hoy pertenecen a Costa Rica, con el nombre de provincia de Veraguas, así como una franja de territorio que se prolongaba hasta el Cabo Gracias a Dios[9] incluida la zona de la Mosquitia que hoy ocupa Nicaragua, pero que en derecho pertenecía a Colombia, porque hacía parte del territorio de la Nueva Granada, como lo ordenaba la Real Cédula de 1803, que a la letra dice:

El Rey ha resuelto que las islas de San Andrés y la parte de la Costa de Mosquitos desde el Cabo  de Gracias a Dios inclusive hacia el Río Chagres queden segregadas de la Capitanía General de Venezuela, y dependientes del Virreinato de Santafé”.

No sólo hemos perdido inmensas zonas costaneras sino también las áreas marítimas anexas que reconoce el derecho internacional del mar. En el mapa que se presenta a continuación se puede apreciar hasta donde llegaba el territorio  de Colombia por el lado noroccidental antes de las mutilaciones sufridas por la inveterada negligencia del ejecutivo central, que nunca ha visto el mar como un potencial de riquezas. Por eso, el mar no ha estado en las prioridades de la política pública, ni en los planes de desarrollo ni en las propuestas de ordenamiento territorial.[10] He leído varias veces el Informe Final de la Misión de Descentralización y no he encontrado en ese estudio la palabra mar.