Por GREGORIO TORREGROSA P
Cumplidos más de dos años del actual gobierno, entre ataques y halagos, con más de lo primero, y ad-portas de terminar el mismo, cuando el tañer inatajable del tic tac del reloj marque en breve el final inexorable del mandato, con cambios o sin ellos, es hora de preguntarnos: ¿dónde están los cubanos, quienes, en compañía de los venezolanos tenían por misión integrar las huestes castro-chavistas paseándose en las calles de la república, en una especie de invasión consentida?; ¿quién ha sido víctima de expropiación de algún centímetro de tierra?, ¿qué tanto nos parecemos a la caótica Venezuela? o ¿qué industria o actividad productiva a gran escala ha sido nacionalizada, arrebatándole a sus propietarios la propiedad privada?.
Los anteriores interrogantes solo puede responderlos el expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien en la pasada campaña a la presidencia, con astucia y perversidad calculada, convirtió en caballito de batalla la siembra de miedos al infundir en el colectivo social una paranoia conspirativa, sosteniendo, compulsivamente, que se tuviera por cierta la existencia de una supuesta ideología castro-chavista, sazonada con todos los ingredientes complementarios de una asustadora receta comunista: de ganar Gustavo Petro habrá la expropiación de la propiedad privada y la conculcación de todo tipo de libertades.
Por supuesto, que del citado expresidente nunca obtendremos respuesta porque él, en su conciencia, si algo le queda de esta, tiene bien claro que sólo con maniobras torticeras como esas resulta factible polarizar al país, para después pescar en aguas revueltas. Si bien, en las últimas elecciones no obtuvo el resultado, como tal, la derrota no cuenta, pues, no quiere esto decir que el expresidente Uribe sea un mueble viejo. Ahora está más vivo que nunca y existen serios riegos de que con todo fulgor reaparezca en cuerpo ajeno, evidentemente, para esta ocasión, en presentación genérica, a través de Miguel Uribe Turbay, una especie de Milei chiquito.
Este Miguelito, desde las montañas de Copacabana, Antioquia, sitio donde Pablo Escobar mantuvo secuestrada a Diana Turbay Quintero, la madre de este Milei en ciernes, esta semana lanzó su candidatura con un relato poco creíble, emocionalmente fantasioso, como el de afirmar, dizque haciendo memoria de sus escasos cinco (5) años de edad, cuando su mamá le dio el último beso al partir de casa, precisamente, el mismo día en que fue secuestrada, como si ella presagiara en la fecha la suerte que le esperaba, y menos que un niño de tan corta edad, de un acto tan usual y simple, como lo es un beso, pudiera forjar, a partir de ese hecho, un recuerdo perenne, a menos que ya tuviera conciencia circunstancial de la existencia, de la vida y la muerte, del bien y del mal, de que no volvería a ver a su madre.
Pero más allá del intencionado infantil y revictimizador relato, el lanzamiento de dicha candidatura debe percibirse como un insulto a la inteligencia promedio, que en mi caso me produce escozor, pues basta preguntarnos qué méritos le asisten a un jovencito imberbe, de 38 años, que, y no por la edad, no ha jugado ningún papel distinguido en el escenario nacional, distinto al haber sido secretario de gobierno en la administración de Peñalosa, precario cargo para un nieto del expresidente Turbay, si lo comparamos con Galán, quien a los 28 años ya era ministro. Del delfín de marras sabemos que fue concejal de Bogotá y senador del Centro Democrático, pírrico logro este, si tenemos en cuenta que, como cabeza de una lista cerrada, resultó parasitariamente elegido con el trabajo político de otros.
A un año de la largada en firme de las distintas candidaturas, para esta época, es oportuno que ciertos candidatos, como en términos coloquiales decía el recordado locutor, Marcos Pérez Caicedo: patos, láncense al agua. Pero, una cosa son los patos con talla presidencial y su típico andar de elegante gracejo, y otra, muy distinta, que sarapicos kafkianos se crean con derecho a nobles instancias.
Tamaña osadía solo dos factores la alientan, uno, la certeza de que la gran mayoría de los colombianos que integran los sectores de votantes en las elecciones son de derecha, así sean liberales, conservadores, cristianos, verdes o de otras hierbas; poco de centro, y nada de izquierda, amén de la escasa o nula formación política para identificar a los lobos en caza de presas, por lo que basta con polarizar, como lo hizo a la perfección Vicky Dávila ayer, a partir de un trino inofensivo de Sandra Ramírez, la senadora de Comunes, al repudiar el asesinato de la niña Sofia Delgado.
El otro, la lectura perfecta que, de la radiografía ideológica y, sobre todo, del conocimiento que de la personalidad de Petro tienen, con mucho acierto, la oposición y quienes no lo son, lo cual les ha permitido identificarlo como una persona inorgánica, próxima al anarquismo, que no le apuesta a la construcción de un partido para garantizar la permanencia de sus logros políticos en el tiempo.
Seguramente, por eso no ha sido capaz de hacer lo que le toca en procura de lograr que Andrea Vargas se pueda posesionar como concejal de Barranquilla, a pesar que, de manera absurda, nunca impidió que el primero de la lista del Pacto Histórico fuera Recer Lee Pérez, un infiltrado de los Char, hoy condenado en primera y segunda instancia, con detención domiciliaria; ni ha podido nombrar en propiedad a los miembros de la Creg, ni resolver el reemplazo de los notarios en Colombia después de haber cumplido, por los menos 30 de estos, la edad de retiro forzoso y, menos aún, barajar la gruesa burocracia nacional, todavía en manos de sus verdaderos opositores. ¡Laura Sarabia, salve usted la patria!
De allí, que el caudillismo presidencial, con una marcada tendencia a sentirse a gusto con el estado caótico de las cosas, que le permite activar su repentismo verbal, bastante funcional para la tribuna, pero poco eficaz para administrar la cosa pública, pues eso, en sí mismo, no le interesa, y tal vez, vaticino, para que no se sorprendan, que para las próximas elecciones a la presidencia le importe un bledo apoyar a candidato alguno, lo que, de paso estimula, sin duda alguna, el apetito político de más de un sarapico.