Por: Carlos Herrera Delgáns
Carlosdelgans@yahoo.com
La tragedia que se vive en las clínicas y hospitales de la ciudad como en el resto del país hay que vivirla para contarla. Esta es mi historia.
En horas de la mañana del pasado 15 de octubre acompañé a mi señora esposa a la Clínica General del Norte, sede Los Andes, a reclamar una transcripción de una orden médica -TO- y unos medicamentos pendientes por entregar para el tratamiento de su enfermedad, artritis reumatoide.
Pasadas las ocho de la mañana llegamos al centro asistencial y lo primero que notamos fue el poco flujo de gente solicitando el tiquete de turno para pasar a la sala de atención. Para la TO el vigilante nos entrego el turno 69 y para retirar la droga había que solicitarlo en el dispensario. Para matar dos pájaros de un tiro nos dividimos. Así fue, ella se dirigió a reclamar la TO y yo los medicamentos.
—Suerte en el intento —dijo mi esposa—. Nos vemos en un par de horas.
Novel en el tema, me dirigí sin la mayor prevención a mi destino no sin antes saludar a un par de amigos profesores que se dirigían a la misma sala de mi señora esposa, achacados por enfermedades degenerativas como la artrosis y el párkinson. Sujetaban cada uno un bastón metálico de cuatro patas para mantenerse y no caer al vacío. Me despedí de ellos preocupado al verlos desmejorados en su estado de salud, como si las mismas enfermedades los condujeran a su destino.
Al llegar al dispensario el zumbido de mosquitos era aterrador. Como si fuera un estadio de futbol atestado de gente, en la que las barras corean a su esquipo para animarlo a ganar. A las afuera varias personas, adultos mayores, esperaban su turno para ser atendidos o a la persona que se encontraba adentro reclamando los medicamentos. Se les notaba en el rostro arrugado como piel de elefante el tiempo de espera y la desesperación por abandonar el lugar en estampida.
El ingreso y salida de gente del dispensario era impresionante. Al entrar no cabía una sardina más. Más de cincuenta personas ocupaban los asientos distribuidos a lo largo y ancho del lugar y más de quince se encontraban de pie, esperando que alguien se levantara para pillarla. Solicité un turno a la señorita encargada de entregar los tiquetes. Revisó la orden de medicamentos y al encontrarlos en regla oprimió un botón de la computadora para que la impresora botara un papelito con el número 66.
Permanecí de pie más de media hora en espera que alguien abandonara el puesto para ocuparlo. Cuando se presentó la oportunidad y a punto de descansar el cuerpo ingresó a la sala una señora regordeta que se desplazaba con dificultad en un caminador. El estado de las piernas eran monstruoso y su elevado peso dificultaban el caminar. Le hice seña con la mano derecha para cederle el asiento.
—Muy amable señor —me dijo la señora—.Dios le pague.
Permanecí quince minutos más de pie hasta que varios usuarios acudieron al llamado del turno para abandonar los asiento. Una vez sentado, el flujo de gente continuaba. Siete de diez ventanilla atendían a los usuarios que murmuraba pero que no se atrevían a quejarse por la demora en la atención. Esperaban que alguien alzar la voz para decir: “Qué lento está el servicio”, o “Por favor, más rapidez en la atención”. El aire acondicionado refrigeraba a los asistentes lo que de alguna manera tranquilizaba los ánimos que por momento se caldeaban por la demora en la atención.
Mi compañero de asiento al preguntarle por el número asignado, me respondió: “El 22”.
A quemarropa me preguntó:
“¿Y a ti, que número te correspondió?”.
—El 66— respondí.
—Oh, carajo, puedes ir a almorzar y regresar —me respondió—.Esto va pa’ largo.
La fila afuera crecía como una bola de nieve ante el reducido espacio adentro que vivía su propia tragedia. La mayoría de usuarios eran adultos mayores que prefirieron acudir personalmente al centro asistencial a reclamar medicamentos o apartar una cita médica que llamar a los números telefónicos disponibles por la clínica los cuales casi nunca responden las operadoras.
Gente con diferentes enfermedades yacían sentadas por largas horas en espera del turno para reclamar los medicamentos. Observé poca gente joven en esta aventura tormentosa de esperar para reclamar una droga, no para ellos, en parte, sino para un familiar. Los viejos, en su mayoría docente, esperan pacientemente el turno, sobrepasándose en la mayoría de los casos en el horario para tomar sus medicamentos.
El inconformismos por la larga espera y la entrega incompleta de las drogas era la queja mas reiterativa de la gente. Las empleadas de la clínica justificaban mecánicamente que estaban agotadas y que se las hacían llegar al hogar una vez llegara el pedido.
Semanas después, manifestaron varios usuarios, los medicamentos nunca llegaron a sus hogares.
Tres horas después, fui atendido en la ventanilla número 7 por una señorita simpática y agradable al hacerme entrega de tres de los cuatros medicamentos.
“Esta droga se nos agoto en el momento, pero una vez nos llegue se lo hacemos llegar a su casa”, dijo referente a la droga negada.
No sabia si era una burla o una injusticia lo que estaban haciendo conmigo o tal vez la empleada decía la verdad. Lo primero que se me ocurrió responderle, sin ofuscarme, fue
“Estamos en las manos del Señor”.
Al salir a buscar a mi señora, esta regresaba con la transcripción de las órdenes médicas en las manos. Se alegró cuando me vio con la bolsa de medicamentos.
—Faltó una droga —le dije.
—Bueno, es un triunfo que entregaran tres —respondió.
Salimos por la misma puerta por donde ingresamos con la compañía de varias personas que agradecen salir con vida del lugar, después de tantas horas de encierro.